El ocaso de Europa
"(en España) ... el derrumbe no ha venido de fuera, ha sido interno, y un país organizado en un bipartidismo imperfecto, leal al orden constitucional y a la Corona (...) ha degenerado en una sociedad desgarrada en dos mitades irreconciliables, en una traición imperdonable al espíritu y a la letra del generoso pacto civil de 1978."
La Unión Europea hace setenta años que es un work in progress, un proyecto en construcción constante, creciendo en profundidad y en extensión de manera ininterrumpida mediante sucesivos tratados que la van fortaleciendo y ampliando tanto institucionalmente, como política, competencial y financieramente. En muchos aspectos, se puede establecer un paralelismo con la Transición a la democracia que se llevó a cabo en España hace ya casi medio siglo.
Ambos procesos han sido considerados un ejemplo, un referente y un éxito y sus sucesivos protagonistas y hacedores desde el Tratado de París en 1951 y la aprobación por referéndum de nuestra Constitución en 1978 han sido objeto de numerosos reconocimientos y homenajes por haber conseguido cerrar heridas ancestrales y sentado las bases de la paz, la libertad, la democracia y la prosperidad para sus pueblos.
Este halagüeño panorama está cambiando desde hace unos años y no precisamente para bien. Tanto en el caso europeo como en el español, el escenario en el que se gestaron ambas loables iniciativas ha experimentado y sigue experimentando mutaciones perturbadoras que obligan a un enorme e inteligente esfuerzo de adaptación si se desea evitar el colapso.
Las Comunidades Europeas nacieron en un mundo bipolar caracterizado por el equilibrio de la Guerra Fría en el que la estabilidad global era garantizada por ese tour de force controlado entre las dos grandes potencias y existían reglas, escritas y no escritas, que se respetaban a nivel internacional.
Los conflictos violentos eran de menor entidad, periféricos. Y si se corría el riesgo de que se saliesen de madre, el irresistible poder militar y diplomático de los Estados Unidos ponía a los díscolos en su sitio. Así funcionaron las cosas en la segunda mitad del siglo XX y en el arranque del XXI tras la caída del Muro de Berlín.
Este esquema, seguro, manejable y previsible, se ha quebrado por la invasión de Ucrania por Rusia. Una potencia agresora ha atacado a un país vecino más débil, saltándose el derecho internacional y pisoteando el humanitario con pretextos inverosímiles, burdamente propagandísticos de forma brutal, cruel y completamente injustificada. La Unión Europea se ha encontrado de pronto que en su linde oriental las fronteras se modifican a cañonazos y se ha visto impotente para evitarlo.
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El ideal de que si la mantequilla atraviesa las aduanas no lo hacen los tanques, fundamento de las cuatro libertades de circulación, de personas, de bienes, de capitales y de servicios, ha fallado estrepitosamente con Putin. No ha bastado establecer con la oligarquía moscovita estrechas relaciones comerciales para mutuo beneficio. Su obsesión por mantener su poder interno y sus delirios imperiales revanchistas han podido más que la racionalidad y la sensatez.
La Unión Europea se encuentra con que su planteamiento de negociación, diálogo, orden global pactado, ayuda masiva al desarrollo y relación trasatlántica, compatible con posiciones de cierta independencia en el contexto general, no le funciona en un paisaje dominado por la tensión China-Estado Unidos, el incendio de Gaza, la hegemonía criminal de Irán en Oriente Medio centrada en la completa destrucción de Israel y de Occidente si estuviera a su alcance, la inmigración ilegal masiva y la guerra de Ucrania que le exige un tremendo esfuerzo de apoyo que no puede prolongar indefinidamente.
Este contexto duro y hostil exigiría una revisión a fondo de la estructura, los procedimientos de toma de decisión, la financiación y la autonomía tecnológica y militar. Son momentos en los que los sillones de la Presidencia de la Comisión, de la del Consejo Europeo y del Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad Común deberían estar ocupados por tres tigres de Bengala (en términos políticos, se entiende), pero para nuestra desgracia sobre sus cómodos cojines sestean tres gatos de Angora. La era del soft power se ha terminado.
Ha llegado el tiempo de la firmeza y el coraje en la defensa de las convicciones y los principios europeos frente a la barbarie exterior. Ahora bien, este nuevo paradigma requiere líderes de los que no disponemos y decisiones valientes que no tenemos los arrestos para tomar.
El generoso pacto civil de 1978
Yendo a la situación española, el derrumbe no ha venido de fuera, ha sido interno, y un país organizado en un bipartidismo imperfecto, leal al orden constitucional y a la Corona, con actores laterales retóricamente levantiscos, pero más o menos responsables en la práctica, ha degenerado en una sociedad desgarrada en dos mitades irreconciliables, en una traición imperdonable al espíritu y a la letra del generoso pacto civil de 1978.
Dos empresas colectivas, dos objetivos ambiciosos, dos nobilísimos logros, uno nacional, otro europeo, estrechamente ligados entre sí, asentados sobre los mismos principios y valores que han hecho grande a Occidente, en peligro de hundimiento por la acción del gran enemigo de la civilización, de la paz y de la libertad, el nacionalismo identitario, sea de conquista o de secesión, ese veneno, esa plaga, que el proyecto de integración europea, por una parte, y el magno encuentro de los antiguos enemigos en España para diseñar un marco de convivencia ecuánime y viable no ha sabido o no ha querido aplacar.
Ha vuelto a levantar su odiosa cabeza y a escupir fuego por sus fauces, siempre sedientas de odio, inhumanidad y destrucción.
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