Opinion Juan Sánchez 04/10/2024

“ANTISOCIAL, Y TAL”

“Un alto grado de intelecto tiende a hacer que un hombre sea antisocial” Arthur Schopenhauer

ANTISOCIAL, Y TAL

Tiene narices la ‘frasecica’ de cabecera. Tiene narices y argamandijos rayados cual piezas de gran calibre, las de la batería de costas de Castillitos, cabo Tiñoso, sin ir más lejos. Allí mismo, rodeado de fieles traidores —son los mejores—, los tienes calados como melones en canal y de manera tal que tarde o temprano así se reportarán.

La pregunta no era si te traicionarían o no —la certeza era incuestionable—, la incógnita hacía flotar en el momento puñales enroñados de orín de envidia anímicamente pura —tan evidente—, dejando flamear en el ambiente la mala sangre oculta, la flecha del calendario para materializar los Idus de Marzo.

Aunque fuese un mes de agosto ajado, tórrido, chamuscado por la odiosa baba de sañudos cabrones al natural emboscados en la piel de ca(ra)melo de un ser querido: eran transparentes, eran tan predecibles, tan absolutamente torpes en su disfraz; aun así, dejé hacer por ver hasta dónde eran capaces de llegar…y cruzaron ¡demasiado lejos!

La traición solo surge desde la proximidad. Desde la inmerecida confianza depositada en seres pegados, demasiado. Seres oscuros maquillados de blanco satén, y tal.

Y, aunque la pestilencia de la celada alertaba las narices, te niegas a darle credibilidad a posibilidad tal, porque tus entrañas nunca bogaron por ese piélago de iniquidad, doblez e intención oculta. Pero no todo el personal va de frente, es más, una inmensa porción del ‘ganao’ lanar, viven al rececho por despiste, la bravata cobarde y oportunista al pairo de un vulgar y baboso rastro de ambición.

Algo así pensaba mientras cuajaba el sofrito crucial para un sabroso arroz y conejo campero —desgraciadamente, ya no los hay, ni arroces ni conejos caseros, una pena— parapetado tras los ruinosos pedruscos de fortines antiaéreos.

La vista era espectacular, casi infinita, dominaba todo el arco de la visión, el horizonte inmenso te dejaba con la boca abierta, justo la pose necesaria para paladear los efluvios manados desde el improvisado fogón para alimentar el gorgoteo de aquel guiso tan apetecible y sugerente, por la exquisita sencillez en ingredientes, secular de tradición oral y sumo celo para mimar la receta.

Y por qué no decirlo, las manos sabias del ‘cocinillas’ que ponía todo el amor en la elaboración, servicio y satisfacción de los convocados al festín de cielo inmortal —incluidos los inminentes traidores—. Pero eso no tenía demasiada importancia, aún.

Se saciaron —nos hartamos—, con tanta evidencia del vacío aledaño, casi podías abrazarlo con las manos, aunque llevase entreverado un puñal de cuello marrano. El arroz —modestia a un lado—, estaba de muerte, súbita, y así lo disfrutamos.

Una delicia al alcance de muy pocos humanos, el sabor de los arcanos revelados bajo la atenta mirada de un oráculo tan antiguo, tan lejano, y tan a mano como el abismo próximo, presto a ser cabalgado. Me apuñalaron… Sin más, así, soslayadamente, pero sin soslayo, a sangre fría, ¡Me degollaron!

Alguien, —tal vez una Meiga que negaba el oficio y condición— en cierta ocasión me preguntó:

—¿Cuántas veces te has inmolado en la hoguera de la ciega confianza?, ¿Cuántas veces has renacido desde tus propias cenizas?

Quién más y quién menos, casi todos hemos superado el amargo de una grosera y puerca traición. Así es la puta vida, así nos obliga y nos enseña que esta sociedad es un puro teatro. Que los buenos sentimientos son un tesoro inconmensurable.

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Que la gran humanidad es solo una pueril entelequia, una quimera bien publicitada, una preciosa rareza machacada por el inexorable martillo de la realidad. Y hay que darle la vuelta a ese mazazo en la frente, en el corazón, en el sentido de tu vida. Hay que salir del infierno al que te han condenado, precisamente, ¡a martillazos! Caiga quién haya de caer…

—¡Demasiadas! -contesté a la meiga— Quizás está sea la última, no tengo fuerzas para continuar un destino de tonto útil, el hombre clínex, el felpudo necesario para los cerdos, la escalinata hacia la cima donde trepan los cabrones desalmados, armados de brutal egoísmo.

—Eres un Fénix —replicó ella— e intuyes lo más cierto. Siempre serás un Fénix, y renacerás una y mil veces hasta que te reconozcas. Será entonces, y solo entonces, cuando dejarás de darle importancia al dragón rojo, dejarás de temerlo, dejarás atrás las llamaradas, pasarás sobre ellas y a través de ellas, y cuando vuelvas la mirada, el infierno habrá desaparecido. Y tú! serás el fuego eterno.

Además, me regaló esta armadura contra dragones, golfos y alimañas: “Dichosos aquellos que han podido desentrañar las causas secretas de las cosas” – “Somos los amos, somos los esclavos: Omnipresentes… y en ninguna parte”

Pero siempre nos quedará «La Tristeza» (*)… Y punto.

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