UNA NORMATIVA VETERINARIA CRIMINAL
Planas, imponiendo una norma que ni siquiera sometió al Congreso de los Diputados ni consultó con los profesionales veterinarios
El nombre del ministro lo he anotado para que no se me olvide: se llama Luis Planas y es titular de Agricultura, Pesca y Alimentación. Lo tengo por si un día debo ir a agradecerle, a mi manera, que mis perros Sherlock y Rumba mueran antes de tiempo.
De hecho, me consta que si la normativa que ese individuo y sus sicarios han impuesto a las clínicas veterinarias españolas lo hubiera sido antes, la pobre Rumba, que pasó hace poco por un mal momento, ya no estaría echando siestas junto a mí en el sofá, con su colega, mientras yo veo series de la tele.
Uno entiende que la ley que restringe la administración de antibióticos a los animales es oportuna en lo que se refiere a explotaciones ganaderas, para que los bichos de las granjas no vayan de medicamentos hasta las trancas.
Lo comprendo y apruebo, porque como filetes de ternera y embutido murciano. Y entiendo también que la pandilla de golfos que desde Bruselas fiscaliza nuestras vidas no se limite a imponer que los tapones de la leche, por ejemplo, deban mancharte cada vez que los abras, sino que también dispongan normativas útiles y necesarias.
Que quede claro: la norma referida a antibióticos en granjas es útil y es necesaria. Pero, ahí está el pelo en la sopa, se vuelve disparatada al incluir las clínicas veterinarias y a las mascotas que allí son atendidas. Conscientes de que se les fue la mano al extenderla a los animales domésticos, varios países europeos han suavizado su rigor.
Pero en España, aunque nuestra infame clase política suela chotearse de leyes y constituciones, a la hora de acatar bruselazos es conjunción planetaria ejemplar, faro y luz de Occidente. Y al ministro Planas, imponiendo una norma que ni siquiera sometió al Congreso de los Diputados ni consultó con los profesionales veterinarios —según el estilo de la arrogante casa donde come—, todo se la trae absolutamente floja, y deja a veterinarios y mascotas indefensos ante la burocracia y la estupidez.
El asunto rebasaría la capacidad de esta página si añadiera los adjetivos —incompetentes, hijos de la gran puta y varios etcéteras más— que me acuden a la tecla. Así que intentaré resumirlo con la experiencia de haber convivido con perros y gatos más de la mitad de mi vida.
En esencia, la normativa impuesta no se adapta al trabajo de una clínica veterinaria ni a las necesidades de las mascotas; pero es que las sanciones a los infractores —la mínima son 3.000 mortadelos, imaginen para una modesta clínica— son monstruosas. Y nos atan de pies y manos, condenando a muerte a muchos pacientes. A numerosos miembros de nuestras familias.
Ante un animal doméstico enfermo, los veterinarios de toda la vida, según su criterio profesional, pues para eso tienen estudios y experiencia, administraban antes los antibióticos adecuados. Llegabas, se lo daban al bicho, y punto. Ahora se ven sometidos a un complicado proceso burocrático, tan lento y criminal que ya se cobra vidas de animales. Cuando antes no había medicamentos específicos, podían emplearse los destinados a humanos, igualmente eficaces.
Eso ya es imposible: hay que traerlos de otros países, con retrasos fatales para el animal. Pero es que, además, los antibióticos se clasifican ahora en cuatro categorías a seguir de modo progresivo, según responda la mascota al tratamiento. Para justificar cada etapa hacen falta cultivos y antibiogramas, y mientras llegan los resultados del laboratorio —de 4 a 10 días— pasa el tiempo y el animal se muere.
Pero eso no es todo. Al veterinario se le prohíbe, desde el pasado enero, ceder directamente la medicación; por lo que el propietario debe ir ahora a comprarla a la farmacia. Allí puede haberla o no haberla, que ésa es otra, y además algunas vienen en envases grandes, lo que es al mismo tiempo un gasto y un derroche.
Y para complicar más las cosas, cada veterinario debe registrar lo recetado en una plataforma online —otra maldita plataforma online— llamada Presvet, mediante un certificado digital y toda la inevitable y puñetera burocracia de tecla: razón del uso, porcentaje de cada medicamento y otros datos. O sea, carga administrativa adicional, consultas más largas, mayor tiempo de espera y deficiencia del servicio. Y las mascotas, a la espera y muriéndose.
Hay muchas más canalladas de parejo estilo, pero como temía se me acaba la página. Así que pregunten a su veterinario; que él o ella les cuenten cómo la pandilla de imbéciles e irresponsables que está jodiendo el mundo va a matarnos, también, al Sherlock y la Rumba de cada cual. Y como dije, apúntenlo bien: Luis Planas, se llama. Que no se les olvide el nombre de ese ministro.
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