Opinion Lisandro Prieto Femenía 08 de mayo de 2025

¿Qué tienen los ministros de educación en la cabeza?

“La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo” Nelson Mandela

Educación

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto extremadamente urgente y preocupante que, por supuesto no cuenta con el tratamiento debido en ningún medio de comunicación, a saber, la intencional desatención por la calidad de la educación por parte de una gran mayoría de los Estados occidentales ante el advenimiento de la inteligencia artificial que irrumpe en el panorama social y económico con una fuerza transformadora sin precedentes, redefiniendo los contornos del trabajo, la interacción y el conocimiento mismo.

Sin embargo, ante esta revolución tecnológica de calado estructural, se percibe una inquietante ceguera por parte de los Estados en lo que concierne a la planificación de la educación. Esta inacción no puede interpretarse como una simple negligencia, sino como omisión deliberada que merece un análisis filosófico-político profundo por sus implicaciones trascendentales.

Veamos, en primer lugar, la rápida obsolescencia del capital humano, que se erige como consecuencia directa de la desidia estatal. La IA, con su capacidad para automatizar tareas cognitivas complejas, está erosionando la validez de habilidades y conocimientos que tradicionalmente imparten los sistemas educativos.

Esa capacidad, no es una mera promesa futurista, sino que ya mismo, mientras usted me lee, está transformando radicalmente el mercado laboral cuya manifestación se manifiesta en diversos sectores concretos. Uno de ellos, es el que tiene lugar en áreas como la entrada de datos, la transcripción y el procesamiento de información, cada vez más automatizadas por sistemas de IA. Por ejemplo, los sistemas de entrada de datos automatizados pueden realizar tareas repetitivas con mayor rapidez y precisión que los seres humanos.

También, la tecnología de reconocimiento de voz está reemplazando a los transcriptores en muchos campos al punto tal que se estima que aproximadamente entre un 50% al 70% de las tareas podrían ser automatizadas con las tecnologías actuales.

Otro ejemplo puntual lo podemos ver en el análisis e interpretación de datos básicos, en tanto que si bien el análisis de datos complejos y la formulación de estrategias siguen requiriendo la experiencia humana, la IA está demostrando una notable capacidad para analizar grandes conjuntos de datos e identificar tendencias básicas, una tarea que tradicionalmente requerían analistas junior.

Ni hablar de los “chatbots” y los asistentes virtuales, los cuales son cada vez más sofisticados en su capacidad para responder preguntas frecuentes, proporcionar información básica y resolver problemas sencillos de atención al cliente: más allá de lo frustrante que es para una persona intentar resolver un problema y que te conteste una máquina estúpida, está claro que este fenómeno está impactando en la demanda de roles de nivel de entrada en centros de llamadas y servicios de soporte técnico.

Junto con un futuro no muy promisorio para los traductores humanos, la IA también se está cargando las tareas administrativas y de oficina llevadas a cabo por gente con pulso: se está integrando en software de gestión empresarial para automatizar tareas como la programación de citas, la gestión de correos electrónicos, la lectura de métricas y la organización de documentos.

Para comprender la magnitud de este asunto, Forbes publicó un estudio que sugiere que los ejecutivos estiman que dentro de los próximos cinco años sus organizaciones eliminarán más de la mitad (56%) de los puestos de trabajadores del conocimiento de nivel de entrada, debido a la IA. Además, el 79% predice que estos trabajos dejarán de existir a medida que la IA cree nuevos roles para quienes logren ingresar a la fuerza laboral.

Los precitados ejemplos ilustran cómo la IA no sólo está automatizando tareas manuales, sino que también está incursionando en dominios cognitivos que antes se consideraban “exclusivamente humanos”. La implicación directa para los derruidos sistemas educativos es clara: la formación tradicional, centrada en la adquisición de habilidades ahora automatizables, necesita una revisión profunda para preparar a las futuras generaciones para un mercado laboral radicalmente transformado.

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La intencional desatención estatal en la adaptación de los currículos y las metodologías pedagógicas ante esta realidad sólo está agravando la brecha entre las habilidades que se enseñan y las que realmente demanda el mundo laboral.

Al respecto, recordemos que Zygmunt Bauman en su obra “La modernidad líquida” (2000) señaló que “la única certeza es la incertidumbre; la única seguridad, la inseguridad de tener que arreglárselas sin seguridades” (op. Cit. p. 11). En este contexto puntual de fluidez exacerbada por la IA, la falta de una inversión educativa proactiva y adaptable está condenando a amplios sectores de la población a una irrelevancia laboral progresiva, generando una paradoja donde el avance tecnológico coexiste con una creciente vulnerabilidad socioeconómica y cultural (y me animo a decir, también, moral).

En segundo término, la desatención hacia una educación que cultive el pensamiento crítico y la autonomía intelectual representa un peligroso caldo de cultivo para la manipulación y la dependencia. Herbert Marcuse también advirtió en su obra “El hombre unidimensional” (1964) sobre la capacidad de la “sociedad industrial avanzada” para “incorporar toda oposición” y alterar “la estructura misma de la razón y la libertad”.

En esta era de la IA, donde los algoritmos parecen moldear la información y las interacciones, una ciudadanía carente de las herramientas básicas para analizar, cuestionar y discernir se torna susceptible a formas sofisticadas de control y persuasión. La ausencia de un enfoque educativo que priorice el desarrollo de un juicio independiente y una comprensión profunda de los mecanismos de la IA allanaría el camino hacia una nueva forma de “totalización” algorítmica, sutil, pero efectiva.

Esta omisión intencional por parte de los ministerios de educación de casi todo occidente en la adaptación de los sistemas educativos ante la precitada revolución tecnológica, no sólo genera vulnerabilidad intelectual, sino que también profundiza las ya existentes desigualdades sociales y económicas.

Este fenómeno de exacerbación de las injusticias sociales preexistentes fue analizado por Pierre Bourdieu, quien se enfocó profundamente en la teoría de la reproducción social y  el capital cultural. Para él, el sistema educativo, lejos de ser un mero igualador de oportunidades, puede actuar como un mecanismo que reproduce las estructuras de poder y las jerarquías sociales existentes al valorar implícitamente el capital cultural de las clases dominantes.

En su influyente artículo titulado “Las formas del capital”, Bourdieu define el capital cultural en tres estados: incorporado, objetivado e institucionalizado y, respecto a su papel en la reproducción, señala que “el capital cultural, bajo todas sus formas, existe en estado incorporado, es decir, bajo la forma de disposiciones duraderas del organismo; en estado objetivado, bajo la forma de bienes culturales (libros, cuadros, diccionarios, instrumentos, máquinas, etc.); y en estado institucionalizado, bajo la forma de títulos escolares. Su transmisión asegura la reproducción de la estructura de la distribución del capital” (Bourdieu, 2003, p. 136).

Esta transmisión desigual del capital cultural, facilitada por un sistema educativo que no quiere abordar las nuevas demandas impuestas por las exigencias tecnológicas, tiene implicaciones directas en la capacidad de los individuos para navegar y prosperar en la era de la IA. Aquellos que poseen un capital cultural (incluyendo conocimientos, habilidades y familiaridad con la tecnología) más alineado con las nuevas demandas del mercado laboral, estarán en una posición ventajosa.

Por otro lado, la desatención estatal en proporcionar una educación que democratice el acceso a este nuevo capital cultural tecnológico condena a las poblaciones (sobre todo a las menos favorecidas) a una desventaja estructural, perpetuando y profundizando las desigualdades sociales. Bourdieu lo explica con excelentísima claridad:

“El capital social es el conjunto de los recursos reales o potenciales ligados a la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de conocimiento o reconocimiento mutuo- o, en otros términos, a la pertenencia a un grupo- que proporciona a cada uno de sus miembros el apoyo del capital colectivamente poseído, crédito del que gozan en virtud de su pertenencia al grupo” (Bourdieu, 2003, p. 141).

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No es tan complicado, señores ministros: en el contexto actual, el acceso a redes de conocimientos relacionados con la tecnología se convierte en una forma crucial de capital social. La falta intencional de inversión en educación tecnológica está limitando el acceso a estas redes y conocimientos para ciertos grupos, reforzando las barreras sociales y económicas preexistentes. De esta forma, seguir perdiendo el tiempo con programas irrisorios como los actuales, sólo sirve para fallar (adrede) en la preparación de una ciudadanía para su futuro, como también reproducir las injusticias ya existentes.

En pocas palabras, la omisión en la adaptación educativa ante un mundo que ya rige la IA corre el riesgo de consolidar una nueva forma de estratificación social, aún más violenta, basada en el acceso y comprensión de tecnologías emergentes que ya, no ayer, nos están dejando sin trabajo. La falta de acceso a una educación de calidad que forme a nuestros hijos, no sólo para las demandas de la IA, sino para no ser idiotas, amplía la brecha entre quienes poseen el “capital cultural” digital necesario y aquellos que quedan marginados.

También, es importante señalar que esta desatención estatal interpela directamente la responsabilidad ética y política de las instituciones. Al respecto, John Rawls en su influyente obra “Teoría de la justicia” (1979) afirmó que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, así como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento” (op. Cit. p. 17), referenciando que un Estado que ignora a propósito las implicaciones transformadoras en el ámbito educativo y no implementa políticas activas para mitigar los riesgos y aprovechar las oportunidades, está faltando a su deber primordial de garantizar una sociedad justa y equitativa para sus miembros.

Pues bien, la promoción de la alfabetización de calidad, en primer lugar, y la alfabetización digital crítica, en segundo lugar, como también el fomento de habilidades esenciales en la interacción humano-humano y humano-máquina (siempre acompañado con una reflexión ética profunda sobre el uso y desarrollo de la IA) no pueden ser relegadas a un segundo plano si se aspira a vivir en una sociedad justa, en plena era digital.

Para concluir, queridos lectores, consideramos crucial señalar que la inacción de los Estados ante los desafíos educativos previamente referenciados, no es una simple omisión, sino una decisión implícita con profundas ramificaciones políticas y filosóficas.

Al no priorizar una reestructuración integral de los sistemas educativos, se está contribuyendo abiertamente a la erosión del capital humano, el debilitamiento del pensamiento crítico, la intensificación del desempleo y el incumplimiento de una responsabilidad ética fundamental que parece no importarle a nadie.

Esta “miopía” deliberada no sólo compromete el futuro de nuestros chicos, sino que también socava los cimientos de una sociedad digna, justa, informada y autónoma en la era digital en la que estamos inmersos hace rato. Sí, urge una transformación radical donde la educación vuelva a erigirse como la piedra angular para enfrentar los complejos desafíos y aprovechar nuestro talento para contrarrestar las vastas oportunidades que la IA les dará sólo a un puñado de nosotros.

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