Analizando la diferencia entre reciprocidad, derecho y privilegio
“La salud es un derecho, no un privilegio” Juan Pablo II
Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a la reciente decisión del gobierno de Javier Milei de imponer algunas restricciones en la atención gratuita por parte del sistema de salud argentino para ciudadanos extranjeros. Dichos anuncios han generado un vigoroso debate, dividiendo las aguas entre posturas conservadoras y progresistas, motivo por el cual proponemos, para trascender la dicotomía ideológica, profundizar la cuestión desde un análisis filosófico-político que aborde los principios de justicia, reciprocidad y soberanía, examinando tanto los argumentos a favor como en contra de esta medida.
En primer lugar, proponemos tamizar la tensión entre la idea del universalismo sanitario y la sostenibilidad nacional. Desde una perspectiva filosófico-política, la salud es objeto de extensos debates sobre su naturaleza como derecho, abriendo espacio a preguntas como: ¿es la salud un derecho humano universal, inherente a la condición de persona, o un bien social cuya provisión está condicionada por la ciudadanía y la capacidad contributiva del Estado?
Al respecto, Thomas Pogge argumentó a favor de una responsabilidad global ante la pobreza y las desigualdades, lo que podría extenderse a la provisión de servicios básicos como la salud sin restricciones de nacionalidad. Pogge sostiene, en su obra “Pobreza mundial y derechos humanos” (2002) que existe “una responsabilidad moral negativa, la de no imponer un orden global que sea injusto y que perpetúe la pobreza”. Sin embargo, esta visión cosmopolita se confronta con la realidad material de los Estados nacionales y sus recursos finitos.
Acudamos brevemente a los datos: el sistema argentino se financia mayoritariamente con recursos provenientes de los contribuyentes nacionales. Según el Ministerio de Salud de la Nación Argentina, el gasto público consolidado en 2023 ascendió a aproximadamente el 7,6% del Producto Bruto Interno (PBI), según datos preliminares del Presupuesto General de la Administración Nacional.
Si bien no existen estadísticas desagregadas y públicas sobre el porcentaje exacto del gasto público en salud destinado a la atención de extranjeros no residentes, la percepción de una asimetría entre la contribución y el uso del sistema se ha convertido en un pilar del argumento gubernamental. Desde esta óptica, la medida no buscaría vulnerar un derecho, sino salvaguardar la sostenibilidad de un sistema que, de otra forma, se ve comprometido en su capacidad de respuesta hacia quienes lo sostienen con sus impuestos.
El núcleo de la argumentación del gobierno argentino radica en el principio de reciprocidad. En el ámbito de las relaciones internacionales y la justicia distributiva, la reciprocidad implica un equilibrio de cargas y beneficios entre partes: tú no dejas morir a mis ciudadanos en tu territorio, yo no dejo morir a los tuyos en el mío.
Sobre este asunto en particular, John Rawls, aunque enfocado en la justicia entre pueblos liberales, en su obra “El derecho de gentes” (1999), sugiere que las sociedades “bien ordenadas” actúen bajo los principios de cooperación mutua: si un país ofrece atención sanitaria 100% gratuita a los ciudadanos de otra nación, es lógico y normal la expectativa de que esta última retribuya con un trato igual o similar a los ciudadanos del primer país.
Pues bien, la denuncia argentina se sustenta en que muchos países de origen de los extranjeros (por no decir todos) que reciben atención gratuita en el sistema sanitario público argentino, no ofrecen ni por cerca un nivel de acceso o gratuidad comparable a los ciudadanos argentinos en sus sistemas de salud. Esta asimetría, que es real e innegable, genera una carga unilateral para el Estado argentino, lo cual nos lleva a revisar los aporte de Juan Carlos de Pablo, quien en su análisis sobre las políticas económicas sostiene que “cuando se da algo gratis sin reciprocidad, se está generando un subsidio, y los subsidios, tarde o temprano, tienen un costo que alguien debe pagar”.
Desde una perspectiva de justicia conmutativa, que busca la equidad en los intercambios, esta situación sería insostenible a largo plazo y da pie a la reivindicación de un principio básico de equidad en las relaciones interestatales. No se trata, pues, de un acto de exclusión xenófoba, sino de legitimación de una medida basada en la búsqueda de equidad bilateral en la provisión de servicios públicos esenciales.
Ahora bien, a pesar de los argumentos en favor de la reciprocidad y la sostenibilidad, la medida no está exenta de cuestionamientos éticos y riesgos considerables. La principal objeción de la postura progresista se ancla en la concepción de la salud como un derecho humano inalienable, cuya negación, incluso a los no residentes, contraviene un imperativo moral fundamental.
Como señala la Organización Mundial de la Salud (OMS), el derecho a la salud implica que “todas las personas, sin discriminación alguna, deben tener acceso a los servicios de salud y a la información relacionada con la salud”. Privar de atención médica a una persona, especialmente en situaciones de emergencia vital, puede generar graves crisis humanitarias y vulnerar principios fundamentales de la dignidad humana.
Además, la implementación práctica de tales restricciones presenta desafíos logísticos y éticos significativos. ¿Cómo se determinará de manera efectiva y sin discriminación la residencia? ¿Qué protocolos se aplicarán en casos de emergencias, donde la vida de una persona está en riesgo?
La burocratización del acceso a la salud podría generar situaciones de desamparo y vulnerabilidad, especialmente para poblaciones migrantes en situación irregular que, por diversas razones, no pueden acceder a la documentación necesaria. Esto podría derivar en un aumento de enfermedades no tratadas, lo que, paradójicamente, generaría costos sociales y sanitarios mayores a largo plazo para el propio sistema de salud público, al propiciar la propagación de afecciones que podrían haberse prevenido o tratado tempranamente.
Como podrán apreciar, queridos lectores, no es tan fácil lograr un equilibrio entre los principios éticos y las realidades. La medida del gobierno de Javier Milei, analizada desde la filosofía política, se revela como un campo de tensión entre principios deseables y realidades completamente apremiantes: por un lado, la invocación de la reciprocidad y la necesidad de sostener un sistema de salud nacional son argumentos sólidos, arraigados en una comprensión de la justicia distributiva y la soberanía estatal. La ausencia de reciprocidad constituye, en efecto, una asimetría que justifica una revisión de las políticas de acceso.
Por otro lado, la salud como derecho humano universal y el imperativo moral de no dejar desprotegido a nadie, especialmente en situaciones de vulnerabilidad, son objeciones que tampoco pueden ser desestimadas. La implementación de la medida deberá ser matizada para evitar que los más vulnerables queden totalmente desprotegidos y para que no se generen crisis humanitarias que, a la larga, redundan en un mayor costo humano, social, político y económico.
Reitero, la discusión sobre las restricciones sanitarias a extranjeros subraya la imperiosa necesidad de políticas de reciprocidad mutua. Estas políticas no son simples instrumentos pragmáticos, sino que encarnan un equilibrio prudente entre dos extremos antagónicos: por un lado, un universalismo desmedido, que podría comprometer la viabilidad de los servicios públicos nacionales y, por otro, un nacionalismo liberal excluyente que niega los derechos humanos básicos.
La reciprocidad, entendida como un acuerdo entre naciones para ofrecer beneficios similares a sus respectivos ciudadanos, se alza como un mecanismo para asegurar la justicia distributiva a escala internacional, como referenciamos precedentemente. No se trata de una “mano dura” o de una “puerta cerrada”, sino de un llamado a la equidad y a la cooperación.
En este sentido, es necesario evocar los principios del derecho cosmopolita formulados por Immanuel Kant, quien en su ensayo titulado “Sobre la paz perpetua” (1795), argumenta a favor de una “hospitalidad universal”, entendida no como un derecho filantrópico y hippie posmoderno, sino como el derecho de un extranjero a no ser tratado hostilmente al llegar al territorio de otro.
Sin embargo, esta hospitalidad tiene un límite en la capacidad del Estado anfitrión y en la necesidad de un respeto mutuo entre los pueblos. Concretamente, Kant postula que “el derecho cosmopolita debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal. Es el derecho de un extranjero a no ser tratado con hostilidad en el territorio ajeno. No es un derecho de los huéspedes, sino un derecho de visitantes, derivado del derecho de propiedad común de la superficie de la Tierra” (Kant, I. , 1795, p.116)
Esta perspectiva kantiana nos convoca a pensar en la importancia de las relaciones basadas en el respeto mutuo y el deber, donde la generosidad de una nación no debe traducirse en una carga insostenible si no hay una contraparte. Adoptar políticas de reciprocidad mutua fomenta el diálogo diplomático y la negociación de acuerdos bilaterales o multilaterales.
En lugar de una imposición unilateral, se busca una solución pactada que reconozca los derechos de las personas mientras se protege la capacidad de los Estados para financiar sus servicios esenciales. Esto previene la “carga excesiva” sobre los sistemas de salud de países con mayor apertura o capacidad, y al mismo tiempo, incentiva a otras naciones a desarrollar y fortalecer sus propios sistemas de salud para sus ciudadanos y para aquellos extranjeros que los visitan.
En pocas palabras, la reciprocidad es, en esencia, una invitación a la co-responsabilidad global, donde la generosidad de una nación se encuentra con la correspondiente consideración de las otras. Sólo a través de este enfoque equilibrado podremos aspirar a un sistema de salud global más justo y sostenible, que honre tanto el derecho universal a la salud como la soberanía y la capacidad de cada Estado.
En última instancia, queridos lectores, este debate obliga a que los Estados se enfrenten a la pregunta fundamental: ¿qué tipo de comunidad desean ser? ¿Una que extiende la mano sin límites, aún a riesgo de su propia sostenibilidad, o una que, buscando la justicia y la equidad en las relaciones internacionales, establece límites a su generosidad?
La filosofía política no puede ofrecer respuestas unívocas, sino herramientas para el análisis crítico de las complejas decisiones que los gobiernos deben tomar en un mundo interconectado pero profundamente asimétrico. La búsqueda de una solución, si la hay, residirá probablemente en un punto de equilibrio, un acuerdo recíproco y pragmático que reconozca tanto los derechos universales como las realidades materiales de las naciones.
Ahora bien, si me lo preguntas personalmente, yo te responderé: “Quiero que mi país sea generoso contigo, como también quiero que tú país sea igualmente generoso conmigo”
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