
PIDEN A JUECES Y POLICÍAS QUE PARTICIPEN EN LA CONTRARREVOLUCIÓN
“El 25% del gasto público mundial se pierde en corrupción”, o que los españoles somos pobres porque así lo ha decidido la metamafia de la alianza PPSOE
"La productora de ‘La infiltrada,’ María Luisa Gutiérrez, ha salvado (sólo en parte) el honor de un gremio que confunde el postureo inane con el compromiso"
Opinion 19 de febrero de 2025 Fernando Savater
La gala de los premios Goya de este año ha sido como siempre larguísima, correspondientemente aburrida y llena de ejemplos del habitual postureo biempensante. Nadie espera del ganador de una etapa del Tour o de quien vence en una prueba de Fórmula 1 un discursito moral sobre las injusticias del mundo balbuceado entre tópicos al recibir su trofeo.
Eso queda (y ya cada vez menos) para las misses de los concursos de belleza y para los premiados con un Goya, que saben de política lo mismo que un galápago de física nuclear pero deben completar su imagen con declaraciones de buenos sentimientos: no a la guerra, no a la pobreza, sobre todo no a cualquier manifestación que suene a derechas y sí a todo lo que parezca de izquierdas, aunque sea propio de Jack el Destripador. En fin, lo acostumbrado.
Si se menciona algún asunto concreto de la problemática política española, debe pertenecer a la panoplia de protestas del supuesto progresismo, nunca nada que parezca conservador. Como ahora el Gobierno se dice de izquierdas, está a salvo de tumultos agresivos entre los asistentes a la fiesta, que son o deben portarse como si fueran de los suyos. Los iconoclastas se quedan fuera, no les dejan entrar.
Siempre hay algún asunto un poco más problemático, más ambiguo, que hace dudar incluso a los devotos. Que hay que berrear contra Trump y la extrema derecha, eso lo tenemos claro, ahí pisamos terreno seguro. Pero ¿qué hacemos con Karla Sofía Gascón?
Por un lado, es trans y hace de trans en una película que puede aspirar al Oscar, lo cual es un hito histórico que el progresismo establecido ordena celebrar. Por otra parte, ay, una fisgona dedicada a la noble tarea de sacar trapos sucios ajenos a la luz ha descubierto unos tuits de hace diez años (si veinte años no son nada, fíjense en diez que son la mitad) que resultan políticamente incorrectos.
Yo los he leído y no tienen nada de especialmente malo: un tono demasiado áspero, alguna generalización indebida (de las que oímos todos los días sin escandalizarnos) y críticas a políticos respetables, o sea intocables, o sea de izquierdas. Suscribo todas esas blasfemias sin vacilar y se me ocurren algunas cosillas incluso peores.
Por ejemplo, el director Jacques Audiard, el de la película protagonizada por Karla (mala como ella sola, pero ese es otro asunto), que enseguida se ha desvinculado de su actriz para no perjudicar su faltriquera, dijo hace poco que el español (la desdichada película pasa en México) «es una lengua de pobres».
Pues bien, esa gilipollez, más racista y analfabeta que cualquier tuit de Karla, no le ha ganado que yo sepa la cancelación al director francés. En cambio, Karla Sofía Gascón no ha podido asistir a la gala de los Goya, parece que ya ha perdido su oportunidad de un Oscar y todos los hipócritas del gremio –abundantísimos- la han llamado de todo.
Eso sí, algunos aunque sin absolverla ni condenar a los inquisidores woke se han atrevido a febles defensas de la libertad de expresión. Loor a ellos, por mucho que tiemblen.
Pero sí que hubo algo (y aún algos) inusual en la dichosa gala de los Goya. Lo primero fue el empate para el premio a la mejor película entre El 47 y La infiltrada, dos filmes en efecto de similar calidad cinematográfica pero de veracidad histórica opuesta.
En ambos casos el argumento de fondo es la peor plaga de nuestro país desde el final de la dictadura, los nacionalismos separatistas en Cataluña y el País Vasco.
Pero mientras en El 47 el nacionalismo excluyente y xenófobo catalán es edulcorado hasta el punto de que sus víctimas parece que deben estarle agradecidas (y cuando asoma un guardia civil hace el papel de villano del cuento), en La inflitrada se describe con realismo la calaña criminal de ETA y el coraje abnegado de las fuerzas del orden que lucharon contra el terrorismo.
Probablemente esta exactitud veraz en su argumento es la causa de que no fuese aceptada a concurso en el Festival de San Sebastián. Como dijo el Papa Inocencio X al ver el retrato que le hizo Velázquez:
«¡Troppo vero!«. Por cierto, vaya ridículo sectario del Festival, rechazando la película más taquillera del año, dirigida por una mujer vasca y cuya acción transcurre en parte en la capital guipuzcoana. Y qué lección han dado los casi dos millones de espectadores, muchísimos de ellos jóvenes, acudiendo a las salas para enterarse del relato verdadero que tratan de escamotearles.
Pero aún faltaba lo mejor, la apoteosis que cerró los Goya como el último cuadro de una ópera romántica. Los que somos ya mayorcitos recordamos muy bien cuando durante la época más cruel del terrorismo etarra en estas entregas de premios cinematográficos jamás se mencionaban esos crímenes cercanos, no daba tiempo, porque había que deplorar la guerra de Irak, el bloqueo de Cuba, las pruebas nucleares francesas en el Pacífico, el exterminio de las ballenas…
Por lo visto en España no pasaba nada malo, salvo que lo hiciera la derecha. Pero en 1998, tras los sucesivos asesinatos de Francisco Tomás y Valiente y Miguel Ángel Blanco, el inolvidable José Luis Borau –entonces director de la Academia de las Artes Cinematográficas- condenó los crímenes y alzó sus manos pintadas de blanco en la ceremonia de los Goya, una demostración valiente y noble que no tuvo continuidad a pesar de que siguieron los atentados terroristas.
Pues bien, este año la productora de La infiltrada, María Luisa Gutiérrez, ha pronunciado una alocución impecable al recoger su premio, reivindicando la verdadera memoria histórica, la que se refiere a tragedias bien próximas y a criminales que aún están entre nosotros, ocupando altos puestos sin arrepentimiento alguno. Ha dedicado su película a las víctimas de los etarras y a las fuerzas del orden que lucharon contra el terrorismo en nombre de la democracia española.
En fin, ha dicho lo que había que decir y ha salvado (en parte, sólo en parte) el honor de un gremio que confunde el postureo inane con el compromiso. Por supuesto se ha llevado agrias críticas en las peores redes de obediencia izquierdista, tipo HuffPost y hasta peores.
¡Ah, una última consideración! La muy justamente premiada Carolina Yuste, protagonista de La infiltrada, dijo al recoger su premio que «no podemos usar la herida y el dolor de tantísima gente para sacar rédito político».
Es una bobada bien intencionada que oímos muchas veces, incluso en boca de víctimas que debieran estar mejor avisadas. Porque no se trata de rédito político, sino de la lección política que hay que sacar de crímenes cometidos para lograr ventajas políticas.
Los que obtuvieron rédito político son los que ahora han cumplido sus objetivos de poder gracias a esas sangrientas fechorías, no quienes les denuncian con nombres y apellidos y no están dispuestos a olvidar su responsabilidad. Si el rédito político de la denuncia viva que significa Auschwitz o la tumba de Gregorio Ordóñez es enseñarnos a abominar de la ideología criminal que se ensañó con tantos, bienvenido sea. Seríamos cómplices si no aprovechásemos esa lección.
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