Opinion Fernando del Pino Calvo-Sotelo 19/03/2024

El lado oculto de la Agenda 2030

El globalismo que inspira la Agenda 2030 sabe que el control (y la reducción) de la población mundial requiere del control de las fuentes de energía y de los alimentos

El globalismo que inspira la Agenda 2030

La dictadura comunista soviética repetía machaconamente sus consignas para que calaran bien en la población. Del mismo modo, la obsesiva repetición del término «sostenible» y la ubicua presencia del logo multicolor de la Agenda 2030 son signos del nuevo totalitarismo que nos están colando por la puerta de atrás en una sociedad debilitada por la Cultura del Miedo y por la pérdida de referentes morales.

A esto hay que sumar el poder de la corrección política, concepto creado por el marxismo-leninismo, la cual marca unas lindes ―infranqueables bajo pena de linchamiento u ostracismo― hoy decididas por una misteriosa Autoridad Superior y transmitidas por los obedientes medios de comunicación. Hay que reconocer que la corrección política ha cumplido con su misión: asfixiar el libre pensamiento y crear un miedo generalizado a disentir.

En el caso de la Agenda 2030, la mayoría de las empresas e instituciones repite la consigna como muestra de virtud social, aunque nadie conozca muy bien su contenido. ¿Qué es la Agenda 2030? Y, si es tan importante, ¿por qué no ha sido votada por nadie?

¿Qué es en realidad la Agenda 2030?
La «Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible» es un acuerdo propiciado por la ONU en el año 2015 para sustituir a la olvidada Declaración del Milenio (2000-2015). Una diferencia importante entre ambos textos estriba en que ésta pasó desapercibida mientras que la Agenda 2030 ha sido embutida, encajada, empujada, encastrada, empotrada en la sociedad con tanta fuerza que, en comparación, la alimentación forzada de las ocas parece un acto de libre albedrío de los pobres animales.

La Agenda posee 17 objetivos y 169 metas con la aparente finalidad de «poner fin a la pobreza y el hambre (…) y proteger al planeta». Su lenguaje es voluntarista y rimbombante: «Aspiramos a un mundo sin pobreza, hambre, enfermedades ni privaciones» con un crecimiento «sostenible, inclusivo y sostenido» (soniquete que se repite como un mantra). De hecho, el texto es completamente utópico, lo que por sí mismo debería ser una primera fuente de preocupación, no en balde las utopías del s. XX ―en especial, el comunismo― mataron a más de 100 millones de personas en todo el mundo.

El lenguaje del documento ofrece bastantes indicios sobre su verdadera naturaleza. En sus cuarenta páginas la palabra «sostenible» aparece mencionada 223 veces y la palabra inclusivo, 23. Por el contrario, el término «libertad» sólo se menciona en 3 ocasiones, «familia» sólo en 1 y «propiedad privada», ninguna, o sea, 0, coincidiendo con el eslogan del Foro Económico Mundial de Davos (WEF), «socio estratégico» de la Agenda 2030: «No tendrás nada y serás feliz».

Una de las tres únicas veces en que se menciona la palabra libertad es para afirmar que la Agenda busca «fortalecer la paz universal dentro de un concepto más amplio de la libertad». Es ésta una expresión inquietante, dado que el término libertad no requiere de nuevas reinterpretaciones.

Así, dada la naturaleza orwelliana del texto, resulta imperativo acudir a la «neolengua» descrita en la novela 1984, en la que el Ministerio del Amor se dedicaba a la represión y el de la Verdad, a la propaganda más engañosa. De este modo, la traducción real de la frase anterior sería la siguiente: «La Agenda 2030 tiene como objeto fortalecer la dominación universal dentro de un concepto más restringido de libertad». Se comprende mejor, ¿verdad?

Para discernir la verdad sobre la oscura sombra que proyecta esta iniciativa de la ONU ―es decir, del globalismo― es necesario distinguir entre los objetivos que propugna, aparentemente loables, y los medios que propone para alcanzarlos, completamente opuestos a la consecución de dichos fines. Recuerden que el abismo existente entre unos fines aparentemente benéficos y unos medios perversos ha sido precisamente lo que ha caracterizado a las utopías más destructivas de la Historia.

Un programa totalitario y liberticida
La primera crítica que puede hacerse al utópico programa de la Agenda 2030 es su carácter totalitario, pues aspira a controlar la totalidad de la vida de los individuos ―incluyendo qué y cuánto comen, y qué y cuánto consumen―.

Como hemos mencionado, el concepto de libertad brilla por su ausencia y es remplazado por un acérrimo estatismo. En efecto, la libertad individual y la iniciativa privada son ninguneadas a favor de un constante intervencionismo estatal al que se atribuye un carácter benéfico y una capacidad sobrehumana de solucionar todos los problemas.

El intervencionismo que propone resulta tan exagerado que recuerda a los Planes Quinquenales de la extinta URSS. Por ejemplo, especifica objetivos concretos de crecimiento del PIB en los países menos adelantados y la «duplicación» (¿por imperativo legal?) del peso de la industria («inclusiva y sostenible») en el PIB de esos mismos países.

 
 
Las similitudes con el comunismo continúan, pues también propone reducir no sólo la desigualdad de oportunidades, sino también «la desigualdad de resultados». En esta línea, se compromete a efectuar «cambios fundamentales en la manera en que nuestras sociedades producen y consumen bienes y servicios» y formula un axioma revelador: el crecimiento económico (sostenido, inclusivo y sostenible) «solo será posible si se comparte la riqueza y se combate la desigualdad de los ingresos».

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Así, aboga por aumentar la progresividad de los impuestos y reforzar «la reglamentación y vigilancia de las instituciones» desde un Estado al que se le otorga «plena soberanía permanente sobre la totalidad de su riqueza, sus recursos naturales y su actividad económica».

Por último, declara pomposamente que actúa «en nombre de los pueblos a los que servimos». Exactamente, ¿cómo y cuándo se han manifestado «los pueblos» sobre la Agenda 2030? ¿Y podrían decirme en qué país el poder político sirve al pueblo en vez de servirse de él?

La ideología y la religión climática en la Agenda 2030
Sin embargo, lo más determinante de la Agenda 2030 es que, lejos de ser un documento políticamente aséptico, posee una carga ideológica muy determinada.

En primer lugar, es materialista, pues omite toda dimensión trascendental del ser humano, convertido en poco más que un animal o un robot, a pesar de que el 72% de la población del planeta ―el pueblo al que dicen servir― cree en Dios (sólo el 10% se declara ateo) y que una amplia mayoría cree que hay vida después de la muerte.

Aunque el 62% de la población mundial vive en países donde se conculca el derecho a la libertad religiosa (siendo la religión cristiana la más perseguida), el texto en ningún momento la menciona, como tampoco menciona la libertad de expresión. Asimismo, su desprecio por el ser humano lleva a colocarlo al mismo nivel que las demás criaturas en un mundo «donde todas las formas de vida puedan prosperar sin temor ni violencia».

Cómo no, la Agenda 2030 defiende la ideología de género (palabra repetida 15 veces en el documento): «la incorporación sistemática de una perspectiva de género en la implementación de esta Agenda es crucial».

También apoya el aborto bajo el eufemismo de «salud reproductiva de la mujer» y relega a la familia a un puesto secundario en un mundo caracterizado por la relación de servidumbre entre el amo (el Estado omnipotente) y su siervo, un individuo aislado y solo, ninguneando a la familia como unidad fundamental de la sociedad y como sujeto de derechos previos a la existencia del Estado.

En cuanto a su apoyo a la religión climática ―que menciona 20 veces― la Agenda 2030 tiene el mismo tinte pesimista y catastrofista del primer informe del Club de Roma ―un documento seminal del movimiento globalista― con una conciencia de escasez cuya única solución es, aparentemente, la aceptación de una tiranía global dirigida por una élite que quiere hacernos la vida ciertamente incómoda mientras nos salva de un peligro inexistente.

Así, repite la habitual letanía apocalíptica climática alertando del «peligro para la supervivencia de muchas sociedades» causado (entre otros factores) por un pretendido aumento de los desastres naturales y de las sequías y un supuesto agotamiento de los recursos, tres afirmaciones no sustentadas por los datos.

Naturalmente, la Agenda 2030 propone aumentar la proporción de energías renovables para lograr un suministro de energía «asequible, fiable y sostenible» y «duplicar» la eficiencia energética. El problema es que las energías renovables a las que implícitamente hace referencia (eólica y fotovoltaica) nunca serán ni eficientes, ni fiables ni asequibles al ser intermitentes y depender de la existencia de suficiente viento o radiación solar, que sólo se dan en determinadas latitudes, estaciones u horas del día.

Así, las fuentes renovables exigirán siempre un respaldo de energías térmicas tradicionales, lo que implica una cara redundancia de sistemas de generación o, en su defecto, una vida vivida entre apagones intermitentes.

Objetivo: reducir la producción de alimentos
Con similares contradicciones —en lo que quizá sea la prueba más evidente de su hipocresía—, la Agenda 2030 asegura querer poner fin al hambre y duplicar la productividad agrícola mientras propone medidas que promueven justo lo contrario, es decir, que crearán hambrunas.

Así, bajo la habitual coartada medioambiental el texto supone una verdadera declaración de guerra al campo, lo que ha llevado en muchos países a una justificada reacción de ganaderos y agricultores que luchan por su supervivencia, que es la nuestra.

En el caso de los ganaderos, la guerra toma la forma de una grotesca demonización del ganado como emisor de metano y de una inmoral campaña contra el consumo de carne y proteína animal, clave para la salud. En el caso de los agricultores, la Agenda 2030 quiere imponer una reducción en el uso de agua, fertilizantes y pesticidas.

Con su doblez habitual, afirma querer «aumentar el uso eficiente de los recursos hídricos», pero a la vez obliga a «restablecer los ecosistemas relacionados con el agua, incluidos los ríos» (es decir, destruir presas), lo que merma la capacidad de riego. Asimismo, con el pretexto de reducir la contaminación marina, propone primero controlar las «actividades terrestres», incluyendo «la polución por nutrientes» (es decir, los fertilizantes), y luego reducir «la liberación de productos químicos a la atmósfera, el agua y el suelo» (es decir, los pesticidas).

Sin agua para alimentar las plantas, sin fertilizantes para nutrir la tierra y sin pesticidas para eliminar las plagas, ¿cómo se va a mejorar la productividad agrícola? ¿No se logrará más bien revertir la maravillosa Revolución Verde, que permitió multiplicar el rendimiento de los cultivos y alimentar a una población creciente? Voy más allá: ¿Creen ustedes que los autores de la Agenda 2030 ignoran que éste será precisamente el resultado?

El caso de Sri Lanka es el canario en la mina. En 2021, el gobierno de aquel país decidió prohibir los fertilizantes químicos y los pesticidas con los típicos argumentos medioambientales. Su presidente alardeó de ello en un discurso en la cumbre climática del COP26 en el que abogó por la agricultura orgánica y por las energías renovables. «El hombre debe vivir en sintonía con la naturaleza», afirmó citando textualmente un punto de la Agenda 2030.

Tres años antes, el Foro Económico Mundial (WEF) había publicado un artículo del entonces primer ministro en el que publicitaba su “visión”. El país logró un rating ESG de 98.1 sobre 100 y se convirtió en el niño mimado de la ONU y en un modelo de aplicación de la Agenda 2030. Pues bien, en sólo seis meses la producción agrícola cayó un 20% y los precios aumentaron un 50% mientras ciertos productos, como los tomates y las zanahorias, multiplicaban su precio por cinco.

En un país productor de arroz, el gobierno se vio obligado a importarlo, y finalmente llegó la hambruna, las masas asaltaron el palacio presidencial y el presidente huyó mientras el WEF corría a borrar el mencionado artículo de su web, pero el daño estaba hecho: hoy la desnutrición infantil sigue siendo un problema en Sri Lanka.

Conclusión
Bajo el bonito manto de unos fines aparentemente nobles, la Agenda 2030 oculta un programa empobrecedor y misántropo y nos dirige hacia un mundo con permanentes cartillas de racionamiento. Afirma querer combatir la pobreza, pero sus políticas no harán más que aumentarla al suprimir la libertad y la propiedad privada, piezas clave para el progreso económico.

Enaltece a un Estado al que dota de atributos divinos (omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia) mientras desprecia a la persona, a la que reserva el papel de siervo de la élite gobernante. Hace creer, contra de toda evidencia, que son los Estados y no los individuos los que crean riqueza, olvidando que es el individuo el que crea riqueza y el Estado parasitario el que se apropia de ella. Finalmente, plantea una actitud paternalista y neocolonialista hacia los habitantes de los países más pobres, negándoles la dignidad que les corresponde y la capacidad de ser protagonistas de su destino.

El globalismo que inspira la Agenda 2030 sabe que el control (y la reducción) de la población mundial requiere del control de las fuentes de energía y de los alimentos, y éste es el verdadero objetivo de esa ingeniería social astutamente denominada cambio climático.

Finalmente, como no podía ser de otra manera, desde el punto de vista de sus resultados la Agenda 2030 está siendo un calamitoso fracaso, algo reconocido ya por la propia ONU[6] y el Banco Mundial. En efecto, habiendo transcurrido más de la mitad del plazo con que contaba para lograr sus objetivos aparentes, no se ha reducido la pobreza extrema ni el hambre, la mortalidad infantil y maternal apenas han variado, la mortalidad por malaria, lejos de disminuir, ha aumentado (gracias al veto de pesticidas por razones «medioambientales»), y el «pleno empleo» sigue siendo una quimera.

Sin embargo, a los autores de la Agenda 2030 sus 17 objetivos no les importan en absoluto. Su verdadero objetivo es sólo uno: la dominación, lograda mediante la imposición de un nuevo orden mundial basado en un férreo control estatal y en la servidumbre de un ser humano despojado de derechos.

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