La extinción de España
"El independentismo busca declarar a España nación a extinguir. Sánchez lo hace posible pese a ser un fraude histórico y un atentado contra nuestra democracia"
Recordé el episodio al ver la llegada del maratón masculino en París. No había ningún corredor español entre los primeros clasificados, a diferencia de lo que sucedía tiempo atrás. Especialmente en el Mundial de Atenas de 1997, aquello fue un festival, con Abel Antón y Martín Fiz en los dos primeros puestos, y no lejos Fabián Roncero. Estuvo de sobra justificada la celebración oficial.
En cambio, para la televisión oficial vasca, ETB, el resultado planteó dificultades casi insalvables de cara a la información, especialmente al ser segundo el alavés Martín Fiz, cuyo padre vino a agudizarlas al exhibir por Vitoria una bandera española. Pero aquí bastaba con ignorar esa imagen perturbadora.
Otra cosa era admitir que Fiz, un vasco, había sido batido in extremis por un español. Y tampoco servía borrar esa identidad y decir que habían ganado dos españoles. Peor aún. Así que hubo acudir a una solución de emergencia y esta consistió en asignar a Antón una nacionalidad hasta entonces desconocida. La crónica pudo entonces encajar: «Ganó el soriarra Abel Antón, segundo fue el vasco Martín Fiz. Sexto llegó el español Roncero». Para evitar el nombre maldito de España, se convirtió a Soria en nación, y a los sorianos –soriarrak-, en portadores de la nacionalidad recién inventada.
Con o sin el Partido Socialista en el Gobierno autónomo de Euskadi, la omisión de la palabra España fue y es una regla de hierro, ya que no de oro, para la información oficial vasca. Sigue vigente la dualidad fundamental que establecía aquel De Euzkadi nación a España ficción, libro-programa que me envió Tomin Ziluaga a mediados de los 60 desde el grupo de ETA en Madrid, para ganar mi adhesión. En los informativos de ETB, la vuelta ciclista a España sigue siendo la vuelta al «Estado», tal vez recorriendo despachos, y las Universidades o el dinero movido por el fútbol en España, lo son «del Estado» (datos del último teleberri).
Como contrapartida, existe para todo, una entidad imaginaria llamada Euskalerría que comprende las comunidades vasca y navarra, más el País Vasco-francés (Iparralde). Y cabe suponer que en el sistema educativo, acompañando al dominio del euskera, impera también ese parteaguas dirigido a fijar en la mente de los jóvenes vascos el España kanpora!; esto es, la exclusión de España que soñara Sabino Arana y que puede mantener el objetivo final, admitiendo incluso la herejía de un lehendakari con ocho apellidos españoles.
Los progresos registrados por el voto juvenil de Bildu, en zonas antes «populares» o socialistas, reflejan el éxito político de la operación, por encima de los cortos resultados conseguidos en el uso social del euskera.
La fijación de las designaciones era el signo del poder imperial en la China clásica. Lo ha sido también en la España de la transición para nacionalistas vascos y catalanes, en este caso arrinconando al uso del español con la coartada de compensar la persecución sufrida bajo la dictadura. Por mucha que fuera la generosidad en este campo, explicaba mi entonces amigo Rafael Ribó, líder del PSUC, la normalización del catalán sería la clave de una relación armónica de Catalunya y el conjunto de España.
Las cosas siguieron otro camino, tanto en cuanto a las concesiones al predominio absoluto de la llamada «lengua propia» desde la rotulación de los comercios a la toponimia, culminando con la inmersión en la enseñanza. Y a Cataluña siguieron Valencia y Baleares, con la singularidad de que poblaciones castellanohablantes pasan a llamarse en catalán.
A diferencia del razonable bilingüismo, hoy establecido incluso en Francia (para las lenguas regionales acompañando al francés), en Italia (para el alemán en Tirol del Sur/Alto Adigio) o en Marruecos, con las señales de carretera en árabe, francés y bereber/amazigh, la toponimia en Cataluña, seguida de Valencia, pura y simplemente borró el castellano de siempre, no solo del franquismo.
En Francia a nadie se le ocurre poner a la entrada de Toulouse la titulación occitana de «Tolosa del Llenguadoc», ni en Italia que al lado de Bozen y por delante deje de figurar Bolzano. Fue el anticipo del absurdo en que había de verse sumido el futuro de un país, metido ya desde el plano simbólico en el camino de su posible autodestrucción. No se trataba de normalizar, sino de eliminar. Antes y después del procés.
El acuerdo -no preacuerdo- Sánchez (PSC)/ERC y la investidura de Illa, no han sido otra cosa que el punto de llegada, por ahora, de esa trayectoria. Tanto en el primer texto como en el discurso pronunciado por el nuevo presidente, España simplemente no existe. Más aún, resulta excluida en los planos simbólico y legal. Si bien el pacto fue negociado y decidido por Pedro Sánchez con el todavía presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, y sus cláusulas modifican sustancialmente puntos fundamentales de la Constitución de 1978, ello de nada ha servido para mantener un mínimo de lealtad a la ley fundamental.
Sánchez se limita a asegurar a ERC que su compromiso se cumplirá íntegramente, es decir, que la acción de tirar a la basura las exigencias derivadas de la Constitución, en cuanto a las concesiones financieras y lingüísticas, será llevada a cabo en su totalidad. ¿Garantía? Su dependencia de los votos de ERC para seguir mandando en Madrid. El plato de lentejas de Esaú, por ponernos bíblicos y no usar el vocabulario malsonante que sería de rigor.
Salvador Illa tiene un aspecto quejumbroso, mortecino, muy adecuado para la ceremonia fúnebre que acaba de presidir. Gracias a Francina Armengol ya teníamos eliminados los artículos 2 y 3 de la Constitución, y con ellos la nación española era sustituida por un cuarteto de naciones e idiomas sin jerarquía alguna. El mundo cultural de Ernest Urtasun.
Ahora la mención a una España «plurinacional» resulta simple tapadera de un vaciado completo, porque en palabras de Illa solo hay una nación, Catalunya, y España es «un espacio público compartido», algo parecido a un apartamento que espera a sus ocupantes, las verdaderas naciones, carente de entidad propia.
Ni siquiera es ya «el Estado español» que mantiene anteriormente «el conflicto», léase la opresión, para los nacionalistas catalanes y vascos. Es vista como el vacío absoluto que ha de cobijar a la nación catalana, tal vez en espera de otras, y al contener todavía elementos que se oponen a esa función, el camino ha de ser desbrozado, por encima de cualquier obstáculo (léase normativa vigente). España no debe existir, la Constitución tampoco. Partamos de cero.
Las dos piezas claves del nuevo orden catalán, que Pedro Sánchez avala, son la soberanía fiscal y la lingüística, con el catalán monopolizando todos los niveles de la docencia y de la comunicación. Mediante la primera, manteniendo su presencia en el mercado español y teniendo garantizadas inversiones públicas prioritarias, no quiebra la solidaridad, sino el criterio de justicia económica como regla del funcionamiento del Estado. El antecedente vasco-navarro ya muestra las ventajas a obtener por Cataluña, y dada la dimensión de su economía, las pérdidas a repartir para los demás.
La institucionalización de la bilateralidad anuncia que con toda lógica el privilegio económico se asentará sobre una mutación constitucional, prescindiendo de toda vía legal para llevarla a efecto, dirigida hacia una peculiar relación confederal, pero asimétrica. Una vez borrado cualquier límite para las eventuales decisiones de la Generalitat, en caso de conflicto, por la ley de amnistía, se abre la puerta para un nuevo 27-O, ahora imparable. Pere Aragonès tiene razón frente a Sánchez.
El acord no frena nada. Es la antesala para la independencia. Si interesa, claro. Europa ha de ser tenida en cuenta por nuestros patriotas catalanes y tal vez convenga una forma de soberanía compatible con mantener algún vínculo con «el Estado». Salvador Illa podría ser un presidente idóneo para esa Catalunya de facto independiente.
La soberanía lingüística dista de tener un alcance solo simbólico. No impedirá que siga hablándose más el castellano que el catalán en Barcelona, pero de un lado elevará una frontera rigurosamente anticonstitucional ante el resto de España, y frente a los ciudadanos españoles, y de otro consolidará la divisoria que podíamos llamar con humor de los «ocho apellidos catalanes», similar a la ya actuante en Euskadi, asignando a la «lengua propia» una posición de poder, de privilegio, en el interior de la sociedad catalana. El apellidismo de la clase política demuestra en uno y otro caso lo bien que funciona esto.
El artículo 3 de la Constitución, a la basura. Y en la medida que tal cosa irá unida al privilegio económico, un dulce que no amarga a nadie como ya se ve en Euskadi y Navarra, se consolidan las bases para un resuelto apoyo mayoritario entre los ciudadanos a la soberanía catalana. ¿Para qué obstinarse en seguir siendo español? Será un mal negocio.
Desde el ángulo del independentismo, resulta plenamente explicable el propósito de declarar a España especie nacional a extinguir. Lo peor de este caso es que todos sabemos porqué Pedro Sánchez y su rebaño político lo aceptan y hacen posible, a pesar de constituir un fraude histórico descomunal y un atentado contra la supervivencia de nuestra democracia.
España no es el Imperio Austrohúngaro ni Yugoslavia, ni la Unión Soviética, sino una vieja nación, que arranca nada menos que del siglo VIII, cuya eventual plurinacionalidad tiene un marco de reconocimiento y desarrollo a partir de la Constitución de 1978. Nada les importa esto a Pedro Sánchez y a Pere Aragonés, que saben lo que quieren y tratarán de imponerlo a costa de todos.
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