Opinion Lisandro Prieto Femenía 04 de mayo de 2025

Analizando la sombra oprobiosa del delator

“Cuanto más se distinguían por su nobleza, por sus riquezas o por su talento, tanto más ávidamente se dirigía contra ellos la crueldad del príncipe y la adulación de los delatores” Tácito

El delator

A lo largo de la historia, la figura del delator ha sido consistentemente revestida de oprobio y desprecio. Aquel que, movido por diversos motivos, entrega a sus semejantes a la autoridad o a un poder opresor, carga sobre sus hombros un estigma moral que trasciende las épocas y las culturas.

Teniendo en cuenta que la delación, en su esencia, quiebra la confianza fundamental que sostiene a la sociedad y erosiona los lazos de solidaridad humana, queremos tratar de comprender por qué hoy, en lugar de ser una desgracia, es un “talento” requerido por una sociedad cada vez más inmoral.

Ya en la antigüedad clásica, la figura del traidor y del delator era objeto de repudio. En la tragedia griega, por ejemplo, vemos personajes como Edipo maldiciendo a aquel que oculta la verdad y no denuncia el mal. Si bien no se trata directamente de una delación ante la autoridad, sí refleja la importancia de la honestidad y la denuncia frente a la injusticia.

En la Roma antigua, el delator, conocido como “delator” o “accusator”, era una figura ambivalente: si bien en ciertos contextos se le podía ver como un proveedor de justicia, especialmente en casos de corrupción o de traición al Estado, rápidamente se convirtió en un instrumento de tiranía y de persecución. Durante el Imperio, bajo regímenes como los de Nerón o Domiciano, los delatores prosperaron, a menudo, presentando acusaciones falsas para obtener recompensas económicas o favores políticos.

La cita referenciada ilustra con claridad cómo la delación se convirtió en un arma de la política, utilizada para silenciar la disidencia y eliminar a los opositores, generando un ambiente de miedo y desconfianza generalizada. También, la Edad Media, con sus intrigas palaciegas y persecuciones, fue testigo del aborrecimiento hacia el delator: figuras como los inquisidores, aunque investidos de autoridad, eran vistos con recelo por la población, especialmente cuando sus acusaciones se basaban en testimonios dudosos o forzados.

Sin embargo, es quizás en los regímenes totalitarios del siglo XX donde la figura del delator alcanza su máxima expresión de vileza. Tanto en la Alemania nazi como en la Unión Soviética estalinista, la delación se institucionalizó como un mecanismo de control social y represión política: los ciudadanos eran instados a denunciar a sus vecinos, amigos e incluso familiares bajo la amenaza de severas represalias.

Al respecto, Anna Funder, en su libro “Stasiland”, describe vívidamente la atmósfera de paranoia y desconfianza generada por la omnipresencia de la policía secreta de Alemania Oriental (Stasi) y la red de informantes:

“La Stasi era el escudo y la espada del Partido, así como sus oídos y sus nervios. Su trabajo era asegurar el poder del Partido Comunista, y lo hacía empleando métodos secretos y abiertos, incluyendo la cooperación informal de los ciudadanos” (A. Funder, “Stasiland”, Cap. 1).

Esta “cooperación informal”, a menudo motivada por el miedo, el oportunismo o por una perversa convicción ideológica, destrozó vidas y comunidades enteras. El delator se convirtió en un agente del terror, sembrando la discordia y la traición en el seno del tejido social.

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Ante esto, es pertinente entonces que procedamos a realizar un análisis ético del significante del abismo que produce la delación. Desde una perspectiva filosófica, la delación plantea profundas interrogantes sobre la moralidad de nuestras acciones y las obligaciones que tenemos hacia los demás. Immanuel Kant, en su filosofía moral, enfatiza la importancia de la autonomía y la dignidad de cada individuo, así como el imperativo categórico de actuar de tal manera que la máxima de nuestra acción pueda convertirse en una ley universal.

La delación, en este contexto específico, difícilmente podría universalizarse como un principio moral deseable, ya que socava la confianza mutua y la cooperación social, elementos esenciales para una convivencia pacífica y justa.

Por otro lado, las éticas basadas en la virtud, como la aristotélica, condenaron la delación por considerarla una manifestación de los vicios como la cobardía, la envidia o la ambición desmedida. Un individuo virtuoso se caracteriza por su honestidad, su lealtad y su capacidad de discernir el bien común, cualidades diametralmente opuestas a la bajeza que representa ser un delator.

En este sentido, es importante que podamos distinguir la delación de la denuncia responsable de un crimen o una injusticia. Mientras que la delación suele estar motivada por intereses egoístas o por la adhesión ciega a un poder opresor, la denuncia busca la verdad, la justicia y la protección de los derechos humanos. Filósofos como Jürgen Habermas han destacado la importancia de la esfera pública y el discurso racional para identificar y denunciar las injusticias de manera ética y constructiva.

Sin embargo, incluso en los casos donde la denuncia parece estar justificada, es crucial considerar las motivaciones y las consecuencias de nuestros actos. ¿Buscamos genuinamente el bien común o estamos movidos por la venganza o el resentimiento? ¿Hemos agotado otras vías de resolución antes de recurrir a la denuncia? Estas serían algunas preguntas circunstanciales que podríamos plantearnos para evitar caer en la sombra moral de la tan promovida delación.

Llegados a este punto del análisis, comencemos a interpretar la corrosión silenciosa que representan los efectos nocivos de la delación en “tiempos de paz”, como instrumento macabro de ascenso social o progreso personal. En estos contextos, la motivación detrás del acto delator no es el miedo a la represión estatal, sino la ambición personal, la envidia o la búsqueda de reconocimiento a expensas de otros.

La utilización de la delación como herramienta de progreso personal desgasta profundamente la confianza interpersonal, un elemento fundamental para que exista cierto grado de cohesión social y funcione de manera medianamente armónica en cualquier comunidad. Cuando los individuos perciben que sus palabras y acciones pueden ser utilizadas en su contra por otros en la búsqueda de ventajas, se genera un clima de suspicacia y reserva. Esta atmósfera de desconfianza dificulta abiertamente la colaboración, la innovación y el desarrollo de relaciones auténticas y significativas.

Al respecto, el sociólogo alemán Georg Simmel, en su obra “La filosofía del dinero”, analiza cómo la creciente intelectualización y el cálculo racional en las redes modernas pueden llevar a una disminución de la confianza espontánea y a un aumento de la necesidad de garantías formales en las interacciones sociales. En un contexto donde delatar a otro se normaliza como una estrategia de avance, esta tendencia se agudiza, llevando a una sociedad más fragmentada y menos solidaria.

Además, la delación como mecanismo de ascenso social pervierte los sistemas que confían en el mérito honorable. En lugar de recompensar el talento, el esfuerzo y la integridad moral, se premia la capacidad de señalar faltas ajenas, reales o inventadas, para obtener una ventaja: esto no sólo es injusto para aquellos que son víctimas de la delación, sino que también desincentiva la excelencia y fomenta una cultura de la intriga y la manipulación que nos convierte en seres cada vez más miserables.

En “Los orígenes del totalitarismo”, Arendt también analizó cómo en los regímenes totalitarios se promovía activamente la delación como un medio para atomizar a la sociedad y destruir los lazos de solidaridad. Si bien los contextos son diferentes, la lógica subyacente de utilizar la información sobre otros para obtener poder o beneficio tiene efectos similares a nivel interpersonal y comunitario, aunque de una manera mucho más sutil.
Consideremos, por ejemplo, el ámbito laboral.

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Un entorno donde los empleados compiten no sólo por su desempeño, sino también por señalar los errores o las deficiencias de sus colegas para quedar bien ante el jefe inútil de turno, se convierte en un campo minado de desconfianza, resentimiento y odio. La colaboración y el trabajo en equipo se ven amenazados por el temor a ser objeto de una delación que pueda perjudicar la carrera profesional y el buen nombre y honor de cada uno.

Al respecto, el filósofo y economista Adam Smith, en su “Teoría de los sentimientos morales”, remarca la importancia de la simpatía y la empatía como fundamentos de una sociedad bien organizada. La delación, motivada por la ambición egoísta, se contrapone directamente a estos sentimientos morales, fomentando una cultura donde el éxito individual se persigue a expensas del bienestar colectivo.

En el ámbito educativo, o incluso en las dinámicas de grupos sociales, la delación utilizada para obtener favores o reconocimiento puede tener efectos igualmente dañinos, porque fomenta un ambiente de competencia desleal y socava los valores de la honestidad y la integridad. Así, los individuos aprenden que el camino hacia el éxito no pasa por el mérito propio, sino por la capacidad de señalar las debilidades ajenas.

En conclusión, queridos lectores, aunque la delación en tiempos de paz y utilizada como herramienta de ascenso social no tenga las consecuencias inmediatas y brutales de la delación en regímenes opresivos, su efecto corrosivo en el tejido social es innegable puesto que socava los valores éticos fundamentales para una convivencia sana y productiva.

Reconocer estos efectos nocivos es crucial para que empecemos a promover desde la educación (desde casa hasta la universidad y más allá también) una cultura basada en la colaboración, la integridad y el respeto mutuo, donde el progreso individual no se construya sobre la ruina del otro sino codo a codo con el otro. 

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