Nueva ley de información clasificada: multas millonarias para los periodistas que revelen secretos de Estado
Uno de los argumentos del Gobierno es que la ley actual es obsoleta, fruto del franquismo. Lo es. Pero lo preocupante no es solo el origen de la norma, sino que la nueva ley conserva su espíritu opaco y autoritario, incluso lo perfecciona desde el punto de vista burocrático
En un momento político en el que la transparencia se reclama como eje esencial de las democracias modernas, el Gobierno español ha optado por el camino contrario: blindar aún más la información sensible del Estado, limitar el acceso público a los datos y amenazar con sanciones millonarias a quienes cumplan con el deber democrático de informar. Eso es, en esencia, lo que plantea el anteproyecto de ley de información clasificada recientemente aprobado por varios ministerios clave.
A simple vista, podría parecer una mera actualización técnica: sustituir una ley franquista de 1968 por una nueva norma adaptada a los tiempos. Pero la lectura del texto revela mucho más que eso. Estamos ante una reforma que refuerza el secretismo institucional, restringe el derecho a la información y criminaliza la labor periodística, bajo la coartada de la seguridad nacional.
Sanciones millonarias, libertad de prensa en la cuerda floja
Uno de los aspectos más alarmantes del anteproyecto es el régimen sancionador. Difundir información clasificada como “alto secreto” o “secreto” podrá acarrear multas de hasta 2,5 millones de euros. El mero acceso fortuito a un documento de este tipo, sin haberlo solicitado, también puede ser penalizado. Es decir, el periodista que recibe una filtración o incluso quien tropieza con un documento relevante para la ciudadanía, se expone a sanciones desorbitadas.
Se trata, claramente, de una forma de intimidación legalizada. No hay que olvidar que muchos de los mayores escándalos de corrupción, espionaje o abusos de poder en democracias avanzadas han salido a la luz gracias a filtraciones o investigaciones que implicaban documentos clasificados. Con esta ley, se lanza un mensaje directo: “mejor no publicar, o lo pagarás caro”.
¿Seguridad nacional o control político?
El Gobierno justifica esta legislación por la necesidad de proteger los intereses estratégicos del Estado. Pero ¿quién define qué es “estratégico”? El propio Consejo de Ministros. Son ellos quienes deciden qué se clasifica, durante cuánto tiempo (hasta 60 años, con prórrogas) y en qué nivel de secreto se encuadra la información.
No hay órganos independientes. No hay filtros judiciales previos. Solo el poder ejecutivo, con capacidad de clasificar, reclasificar o mantener en la sombra cualquier información que le incomode. ¿Es esto garantía de seguridad o un escudo contra la rendición de cuentas?
Periodistas bajo sospecha, medios bajo presión
El texto menciona que se valorará el ejercicio del derecho a la información a la hora de graduar las sanciones. ¿Un consuelo? No realmente. Se reconoce el papel de los periodistas como posibles solicitantes de acceso a información clasificada, pero se les advierte al mismo tiempo de que pueden ser severamente castigados si la publican.
Esto pone al periodismo en una posición de fragilidad jurídica permanente. El profesional de la información deberá caminar sobre una delgada línea entre el interés público y el riesgo económico y penal. Esto no es proteger la seguridad, es desmovilizar al periodismo crítico, desalentar la investigación profunda y consolidar una cultura del miedo informativo.
Secretismo heredado del franquismo, perpetuado en democracia
Uno de los argumentos del Gobierno es que la ley actual es obsoleta, fruto del franquismo. Lo es. Pero lo preocupante no es solo el origen de la norma, sino que la nueva ley conserva su espíritu opaco y autoritario, incluso lo perfecciona desde el punto de vista burocrático.
En lugar de abrir cauces de desclasificación más ágiles, fortalecer órganos independientes de control o favorecer el acceso público a la información pasada, se consolida una arquitectura legal que puede ocultar hechos durante décadas, incluso después de que los responsables políticos ya no estén en el cargo.
La amenaza al interés público
La ciudadanía tiene derecho a saber. Saber qué decisiones se tomaron durante una crisis internacional, qué acuerdos firmó un gobierno en nombre del país, cómo actuaron los servicios de inteligencia, o por qué ciertas actuaciones policiales no se hicieron públicas. Esa información, cuando no compromete de forma real y directa la seguridad nacional, debe estar al alcance del pueblo.
Con esta ley, todo puede ser clasificado, todo puede ser escondido, y quienes traten de abrir la cortina —periodistas, denunciantes, medios— serán castigados. No se trata de seguridad, se trata de control de la narrativa.
¿Europa como excusa?
El Gobierno defiende que la ley se adapta a los estándares europeos y de organismos internacionales. Pero omite que en muchos de esos países existen contrapesos reales: comisiones parlamentarias independientes, comités judiciales de revisión, legislación de protección a filtradores y alertadores, y un reconocimiento explícito del papel esencial de los medios como guardianes democráticos.
España, con esta ley, opta por una versión asimétrica: se toma el modelo de clasificación europeo, pero se prescinde de los mecanismos de garantía que acompañan esas prácticas en democracias maduras.
Que el país necesita una nueva ley que sustituya a la de 1968 es indiscutible. Que debe regularse con rigor la protección de ciertos secretos de Estado, también. Pero el anteproyecto que propone el Ejecutivo no es una ley de transparencia ni de democracia, es una ley de blindaje político.
En lugar de fomentar el acceso responsable a la información pública, disuade. En lugar de proteger la seguridad, protege a los gobiernos del escrutinio. Y en lugar de fortalecer a la prensa como pilar del sistema, la sitúa en el punto de mira.
Esta ley debe ser debatida, enmendada y, si no se modifica profundamente, rechazada. Porque una democracia sin un periodismo libre y sin información accesible, no es una democracia, sino una fachada institucional opaca.
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