El precio de una cesión: dos de cada tres presos etarras ya cumplen condena en sus casas
En otras palabras, más del 60% de los reclusos vinculados a la organización terrorista ya viven en condiciones de semilibertad o libertad plena
Se veía venir. Dos de cada tres presos de ETA ya no están en régimen ordinario de prisión. Cumplen condena en sus domicilios, disfrutan del tercer grado o sólo regresan a dormir entre rejas. Una situación que, más que un resultado de la reinserción o del paso del tiempo, es la consecuencia directa de una decisión política: la cesión de las competencias penitenciarias al Gobierno vasco, una de las monedas de cambio más relevantes entregadas por Pedro Sánchez a sus socios de Bildu para garantizar su supervivencia en La Moncloa.
Los números que hablan por sí solos
En las cárceles españolas hay actualmente 135 presos de ETA. De ellos, 127 están en prisiones del País Vasco y 8 en centros navarros.
Según el último informe remitido por la Asociación de Víctimas del Terrorismo, de esos 127 internos:
47 disfrutan del tercer grado, lo que les permite trabajar, estudiar o salir durante el día y regresar por la noche a prisión.
17 están bajo el régimen de flexibilidad del artículo 100.2, una figura que abre la puerta a beneficios similares a los del tercer grado.
Y una veintena ya se encuentran en libertad condicional, es decir, fuera de la cárcel, aunque con vigilancia judicial.
En otras palabras, más del 60% de los reclusos vinculados a la organización terrorista ya viven en condiciones de semilibertad o libertad plena. Una cifra que contrasta con la dureza del dolor que aún arrastran las víctimas, las familias y una parte de la sociedad española que nunca recibió un verdadero gesto de arrepentimiento por parte de los asesinos ni de quienes los ampararon.
El trasfondo político: cesión o claudicación
La gestión de las prisiones fue una de las últimas competencias que el Estado mantuvo bajo control directo, precisamente por su enorme carga simbólica y su sensibilidad jurídica. Durante décadas, tanto gobiernos del PP como del PSOE habían evitado transferirla a Euskadi, conscientes de que suponía otorgar al nacionalismo vasco —y ahora a sus herederos políticos— una herramienta decisiva para modular el cumplimiento de las penas de los terroristas.
El Gobierno de Pedro Sánchez rompió ese consenso en 2021, entregando la gestión penitenciaria al Ejecutivo vasco presidido por el PNV con el respaldo, directo o indirecto, de EH Bildu. Aquella cesión, presentada como un paso en la “normalización institucional”, se reveló pronto como un acto de rendición moral. Desde entonces, el ritmo de progresiones de grado y beneficios penitenciarios para presos de ETA se ha acelerado de forma visible, en línea con las reclamaciones históricas de la izquierda abertzale.
La normalización del olvido
El discurso oficial insiste en que estas decisiones son fruto de la aplicación del derecho penitenciario ordinario y de la valoración individualizada de cada preso. Sin embargo, es imposible ignorar que el patrón responde a una estrategia política más amplia: la equiparación simbólica entre víctimas y verdugos, la integración de los herederos de ETA en la vida institucional a cambio de votos, y la reescritura paulatina del relato del terrorismo.
Se busca presentar a quienes justificaron la violencia como interlocutores legítimos del Estado, blanqueando décadas de sangre y miedo. Todo ello bajo la apariencia de una “política penitenciaria humanista” que, en realidad, disuelve el principio de justicia y humilla la memoria de quienes fueron asesinados por defender la libertad.
La factura moral de la política útil
Pedro Sánchez ha hecho de la aritmética parlamentaria una forma de gobierno. Cada voto cuenta, y cada cesión —por simbólica que sea— se justifica en nombre de la “gobernabilidad”. Pero cuando lo que se entrega es la dignidad del Estado frente a los asesinos de sus ciudadanos, no hablamos de política útil: hablamos de una degradación moral sin precedentes.
La cesión de las prisiones fue presentada como un gesto de confianza hacia las instituciones vascas; sin embargo, en la práctica ha supuesto la legitimación de quienes jamás han pedido perdón. Los presos salen, las víctimas se borran, y el relato se invierte: los verdugos aparecen ahora como sujetos de derechos vulnerados, mientras los inocentes son reducidos al silencio de los homenajes prohibidos y los recuerdos incómodos.
España paga hoy el precio de una cesión que va mucho más allá de la gestión administrativa. Es el precio del poder, del cálculo electoral y de la estrategia de resistencia de un Gobierno dispuesto a hipotecar principios esenciales por mantenerse en pie.
Dos de cada tres presos etarras ya están fuera o a punto de estarlo. Y cada uno de esos casos representa no solo una decisión penitenciaria, sino un recordatorio de cómo el Estado ha ido cediendo terreno moral a quienes jamás renunciaron a su proyecto político apoyado en la violencia.
La justicia se ha transformado en moneda de cambio. Y en esa transacción, las víctimas —otra vez— han quedado fuera de la ecuación.
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