Pamplona desbordada: edificios okupados, reyertas y delitos sin control
Pamplona, la capital de Navarra, se ha convertido en un polvorín de inseguridad donde grupos de inmigrantes —en su mayoría menores extranjeros no acompañados (menas) marroquíes y argelinos, junto a adultos en situación ilegal— imponen un reinado de miedo
Pamplona, la capital de Navarra, se ha convertido en un polvorín de inseguridad donde grupos de inmigrantes —en su mayoría menores extranjeros no acompañados (menas) marroquíes y argelinos, junto a adultos en situación ilegal— imponen un reinado de miedo.
Cada semana la ciudad acumula altercados que van desde reyertas multitudinarias armadas con navajas hasta robos violentos y agresiones sexuales, todo ello agravado por la dispersión de estos colectivos en pisos hacinados, edificios okupados y campamentos improvisados. Fuentes exclusivas de la Policía Municipal de Pamplona consultadas alertan de un «caos extendido» que transforma barrios tranquilos en focos de criminalidad, con un patrón claro: la llegada masiva de estos inmigrantes, muchos trasladados desde otros puntos de Navarra.
El detonante reciente ha sido el traslado, hace unos meses, de menas conflictivos desde Marcilla, una pequeña localidad navarra que no pudo más con la oleada de robos, destrozos y peleas protagonizadas por casi un centenar de jóvenes magrebíes alojados en un Centro de Observación y Acogida (COA) saturado.
En junio, el Gobierno de Navarra, liderado por la socialista María Chivite, optó por «exportar el problema» a Pamplona, destinando 2,2 millones de euros para crear 25 nuevas plazas en un COA en el centro de la ciudad (calle González Tablas). Vecinos de Marcilla, obligados a patrullar sus calles ante la inacción municipal, convocaron concentraciones de protesta, mientras VOX exigía el cierre inmediato de estos centros y la repatriación de los menores.
El resultado: lo que era un foco localizado en Marcilla se ha replicado —y amplificado— en la capital, donde los menas escapan por las noches, armados con piedras, barras de hierro, machetes y cuchillos, según los testimonios recopilados.
En este panorama, los edificios abandonados se erigen como bastiones de la anarquía. Uno de los epicentros es la antigua ikastola Jaso, en el barrio de Etxabakoitz, un inmueble en ruinas okupado por decenas de personas, la mayoría de ellos magrebíes.
Desde hace años, el lugar acumula «múltiples peleas y problemas con los okupas», como detalla un informe municipal de septiembre. Incidentes recientes incluyen lanzamiento de botellas de cristal que han dejado dos heridos y medio centenar de identificaciones policiales. Ante la escalada, el Ayuntamiento de Pamplona —gobernado por EH Bildu— desplegó dos patrullas continuas de la Policía Municipal desde enero, intensificando controles que han permitido identificar a más de 200 individuos y detener a 30 relacionadas con el entorno.
El alcalde, Joseba Asirón, acelera ahora el derribo del edificio, solicitado por la propietaria (la propia ikastola Jaso) y justificado por su estatus de «construcción fuera de ordenación» en el PSIS de Echavacoiz. Sin embargo, el proceso pende de un informe jurídico y convenio urbanístico, mientras Servicios Sociales busca «itinerarios alternativos» para los ocupantes —una solución que, según las fuentes policiales, sólo dispersa el problema—.
No muy lejos, en el parque de Aranzadi, el antiguo convento de las Agustinas —clausurado en julio de 2023 por riesgos estructurales— ha sido otro imán para okupas. En mayo de 2024, el Ayuntamiento desalojó a una docena de personas sin hogar que pernoctaban allí, tapiando puertas y ventanas tras un incendio en un asentamiento de tiendas de campaña cercano. La acumulación de basura y el peligro de derrumbe motivaron la intervención de Conservación Urbana, Acción Social y la Policía Municipal, que ofrecieron tres noches de albergue a los desalojados.
Pero el foco de okupación persiste: estos edificios, junto a campamentos improvisados como el del cauce del río Arga, sirven de base para grupos que «hacen el mal en condiciones infrahumanas».
Los últimos altercados pintan un retrato crudo de esta deriva. En septiembre de 2024, Las Huertas de Aranzadi —un punto ya conflictivo por un apuñalamiento previo— fue escenario de una reyerta multitudinaria entre inmigrantes magrebíes: varas de hierro, palos y navajas volaron en un enfrentamiento que dejó dos heridos, uno con un navajazo en la pierna atendido en el Hospital Universitario de Navarra.
La Policía Municipal detuvo a dos marroquíes. Desde entonces los conflictos han ido escalando y cada semana las calles de Pamplona lamenta hechos de similar magnitud, en un clima de control constante sobre la realidad de estos sucesos por parte de la corporación municipal que, según fuentes policiales, hace lo posible para que no se conozca la realidad que vive la ciudad.
Este mes de octubre, el horror alcanzó su clímax con la violación múltiple de una joven universitaria en un descampado junto a la Ciudad Deportiva Amaya. La víctima, semiinconsciente por intoxicación etílica tras una fiesta, fue atacada por cuatro magrebíes en situación ilegal que residían en un campamento junto al río Arga –a metros del club deportivo—.
Tres de ellos acumulaban órdenes de expulsión pendientes y antecedentes por tráfico de drogas (intervenidos en septiembre por tenencia ilícita de estupefacientes). La Policía Municipal, que había remitido informes al Ayuntamiento sobre las irregularidades en el campamento, los acusa ahora de agresión sexual en grado de tentativa de violación y posible robo con violencia. Permanecen en prisión provisional, pero el caso expone la inacción municipal ante quejas vecinales por «merodeos e insultos» a mujeres en la zona.
Este rosario de violencia no es casual. Fuentes exclusivas de la Policía Municipal de Pamplona, consultadas, desgranan un patrón alarmante: «Ha habido acuchillamientos graves y ahora los magrebíes que antes de San Fermín estaban en la zona de Descalzos han pasado a Paseo de Sarasate, causando prácticamente todos los días problemas, peleas con cuchillos, robos con violencia, hurtos».
La dispersión es un detonante claro: «conforme los van extendiendo a los pisos de todos los barrios —de 4 a 5 por piso, pero acaban juntándose—, se extiende la criminalidad en barrios que antes eran tranquilos«.
Los okupas en Jaso o el convento de Aranzadi hacinan en condiciones precarias, pero desde allí irradian los delitos: «hace unas semanas, en Jaso se encontraron un montón de móviles robados, todo un montón de objetos útiles de obra… taladradoras, maquinaria bastante costosa, cajas de herramientas». Y el blanco preferido, los vulnerables: «En los últimos tiempos se han atacado a varios abuelos con patinetes o desde bicicletas a toda velocidad, les atacan y entonces les roban… se están cebando con la gente mayor».
«Son así, es su cultura», lamentan las mismas fuentes, que describen a este medio la facilidad para robar patinetes y bicicletas. De focos localizados como Descalzos o Etxabakoitz, el problema se ha ramificado a toda la ciudad: «lo que era un problema en unas determinadas zonas está extendido a toda la ciudad». Trasladados desde Marcilla, estos grupos —menas y adultos— no sólo okupan, sino que aterrorizan, con reyertas que dejan heridos y agresiones que marcan vidas. Así, la inmigración ilegal se ha convertido en un lastre que ahoga a una ciudad que merece recuperar su paz.
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