Cambio de ciclo histórico

La afirmación, tantas veces repetida, de que la todavía vigente Constitución de 1978 fue la primera de consenso de nuestra historia contemporánea, no es cierta. La que vio la luz en 1876 también fue fruto de un gran pacto civil, en aquella ocasión entre conservadores y liberales.

El papel que entonces jugaron Cánovas, Sagasta y Alfonso XII lo asumieron un siglo después Suárez, González, Carrillo y Juan Carlos I. El orden institucional y jurídico puesto en marcha en la Restauración duró cincuenta y cinco años hasta que en 1931 la llegada de la Segunda República -fracasada como la Primera- abrió paso a un período agitado y sangriento que desembocó en la Guerra Civil y posteriormente en cuatro décadas de régimen autoritario.

Todo indica que el actual sistema político se encuentra en fase preagónica y que pronto entrará en agonía imparable. Desde la muerte del general Franco, que algunos celebran con siniestra necrofobia, España, como la rana en el agua al fuego, se ha ido acomodando gradualmente a su disolución hasta que la temperatura ha alcanzado cotas insoportables.

 La perspectiva que se dibuja ante los españoles para el próximo quinquenio es que la tan alabada Constitución de la libertad sin ira que aún mal que bien -más bien mal ya a estas alturas- nos cobija, tiene los años contados y que, al igual que su predecesora, no cumplirá su sexta década.

Las razones que justifican pronóstico tan sombrío saltan a la vista. La estructura de la monarquía democrática y parlamentaria nacida en la Transición fue pensada para apoyarse en dos pilares sólidos, una formación de centro-derecha y otra de centro-izquierda, ambas leales a la Corona, que compitieran electoralmente con mayor o menor animosidad, pero ambas garantes de la estabilidad del edificio normativo básico y de la unidad de la Nación, así como del respeto a las reglas elementales de convivencia.

Este esquema indispensable se ha roto, su derrumbe empezó en la etapa 2004-2011 bajo los Gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y ha seguido, tras el paréntesis inane 2011-2018, con el apenas disimulado proceso de demolición emprendido con vesánica saña por el hoy inquilino de la Moncloa.

Vivimos, por tanto, envueltos en una apariencia de normalidad, eso sí, sacudida por reiterados y graves acontecimientos que socavan los fundamentos de la legalidad, de la biología y de la racionalidad, de tal manera que una sociedad aturdida y paralizada por una sucesión continua e inmisericorde de golpes en sus partes vitales, se va hundiendo en una combinación letal de incredulidad, sectarismo e indiferencia que la deja inerme frente a los destrozos cometidos por los que en principio debieran prevenirlos y evitarlos.

 Un programa común
 María San Gil es una mujer extraordinaria, por su inteligencia, su coraje, su patriotismo y su gran y bondadoso corazón. En el acto de presentación de la plataforma Sociedad Civil Española el pasado miércoles en Madrid tomó la palabra para clausurarlo y pidió a los dos partidos que previsiblemente estarán en condiciones de articular una nueva mayoría tras las próximas elecciones generales que superen sus rencillas consecuencia de su rivalidad electoral y se pongan de acuerdo en un programa común que proporcione confianza y esperanza a una ciudadanía que oscila entre el desánimo, la confusión y la resignación.

Este ruego de María, tan bienintencionado como arriesgado, encierra un alcance de considerable magnitud que en la brevedad de su intervención no tuvo tiempo de describir.

En efecto, el deterioro es tan agudo y ha rebasado una línea tan decisiva que hace que el proyecto que el PP y Vox ofrezcan a los votantes cuando Sánchez por fin convoque a las urnas no deberá ceñirse únicamente a reformas legislativas y medidas ejecutivas tendentes a corregir los tremendos daños causados a nuestra paz civil, nuestra economía, nuestro Estado de Derecho, nuestra moral colectiva y nuestro prestigio internacional por las funestas etapas zapateril y sanchista, sino que, partiendo de la toma de conciencia de la inminencia del desastre irreversible, habrá de proponer al conjunto de la sociedad española un cambio profundo de similar entidad al que se produjo en 1876 y en 1978. 

El tiempo que arrancó esperanzado y vibrante en el tránsito de la dictadura a la democracia se ha agotado y aferrarse a esquemas periclitados sólo conducirá a la frustración y al fracaso. Ha llegado la hora en que la reforma, sin duda necesaria, no es suficiente.

Lo que España necesita es una completa y ambiciosa rectificación. El modelo territorial, el de separación de poderes, el electoral y el de partidos, por citar cuatro de especial relevancia, ya no sirven y se deben revisar con bisturí. Las amenazas que se ciernen sobre la Nación son de naturaleza existencial y por consiguiente los remedios farmacológicos se quedan cortos, se requiere aplicarle cirugía mayor.

Amplios sectores de nuestra sociedad están poseídos por ideas deletéreas que hay que combatir de frente y por derecho con artillería dialéctica de grueso calibre y para esta ardua misión el centrismo y la moderación resultan impotentes, han de ser reemplazados por la determinación, la firmeza, la claridad y el compromiso.

 Nada de esto será posible si no se construye un diagnóstico compartido y unos objetivos concurrentes que reúnan a la sociedad civil organizada y a las fuerzas parlamentarias que crean en España, en su realidad, en su necesidad y en su gigantesco potencial de fortalecimiento y de mejora y que estén dispuestas a luchar sin complejos ni vacilaciones para lograrlo.

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