
Manuel Marchena es presidente de la Sala Penal del T. Supremo y miembro de la Sala Especial y de la Sala de Gobierno del mismo tribunal. Lo que se conoce como "salsa de todos los guisos"
La imposición unilateral de aranceles desorbitados por parte de la Administración Trump es probablemente el mayor error económico infligido por un gobierno americano a sus propios ciudadanos desde tiempos de Roosevelt
Opinion 09 de abril de 2025 Fernando del Pino Calvo-SoteloLa imposición unilateral de aranceles desorbitados por parte de la Administración Trump es probablemente el mayor error económico infligido por un gobierno americano a sus propios ciudadanos desde tiempos de Roosevelt y la mayor amenaza al bienestar económico mundial de las últimas décadas.
Algunos creen que nos encontramos ante una baladronada más del presidente norteamericano, es decir, ante un mero postureo negociador. Según esta opinión, EEUU volvería al statu quo anterior tras obtener algunas contrapartidas.
Desgraciadamente, todos los indicios apuntan a que no será así. De las propias fijaciones de Trump (que se autodenominó «Hombre Arancel») y de las estimaciones provistas por el secretario del Tesoro, se deduce que EEUU terminará imponiendo de forma permanente un tipo medio arancelario sobre bienes de entre el 10% y el 20% frente al 2,2% que tenía en la actualidad.
Es probable que, a efectos propagandísticos, en los próximos días se publiciten acuerdos con países que mantienen aranceles elevados (como India) o que dependen militarmente de EEUU (como Japón o Israel), acuerdos que Trump venderá como un éxito dando la impresión de haber actuado con astucia. Sin embargo, todo ello sólo será una cortina de humo que ocultará el cambio de paradigma que se ha producido.
Una vuelta al proteccionismo
En definitiva, no nos enfrentamos a una nueva boutade del presidente norteamericano, sino al resurgimiento de un proteccionismo que causará daños duraderos en las relaciones comerciales internacionales, una caída temporal del nivel de vida en todo el planeta y un aumento del riesgo de conflicto geopolítico y, quizá, bélico. ¿Por qué le doy más relevancia que otros observadores?
En primer lugar, Trump no firmó la orden ejecutiva de los aranceles en el Despacho Oval sin mayor fanfarria, sino que organizó una aparatosa puesta en escena bautizando el día con grandilocuencia como el Día de la Liberación:
«El 2 de abril del 2025 será siempre recordado como el día en que la industria americana renació, el día en que EEUU se reencontró con su destino (…), uno de los días más importantes de nuestra historia: nuestra declaración de independencia económica». Políticamente, resulta difícil creer que una puesta en escena semejante tenga una vida corta y quede reducida a una exitosa negociación.
En segundo lugar, lo que trasluce esta agresiva política arancelaria es un conjunto de falaces creencias económicas cuyos objetivos poco tienen que ver con el logro de un comercio internacional más justo, sino con una miope política de reindustrialización, por un lado, y una fantasiosa política recaudatoria, por el otro. El sueño de la Administración Trump (en palabras de su asesor en comercio) es sustituir impuestos pagados por americanos por aranceles supuestamente pagados por extranjeros.
Reindustrializar, recaudar y castigar
Este enfoque plantea serios problemas. Desde el punto de vista de la reindustrialización, los aranceles se imponen a los países, pero quienes deciden construir sus fábricas en EEUU son las empresas, y no los gobiernos. Cabe preguntarse por qué los empresarios americanos no quieren construir fábricas en su propio país: como ocurre con los empresarios extranjeros, el principal motivo es la falta de competitividad fabril de EEUU.
¿Qué podrán ofrecer aquellos países que apenas cobran aranceles, o que cobran aranceles más bajos que EEUU, si la decisión la toman las empresas? ¿Qué podrá ofrecer la UE, «que tiene por lo general unos aranceles bajos», según reconoce el atropellado y anecdótico informe de la Casa Blanca sobre Comercio utilizado como chapucera justificación de los aranceles[1]?
Por otro lado, el objetivo recaudatorio también resulta problemático: si se imponen aranceles demasiado altos para proteger la industria americana, estos provocarán una abrupta caída de las importaciones, reduciendo la base imponible; y si se quiere evitar que las importaciones caigan estrepitosamente, los aranceles deberán ser más bajos, lo que no protegerá la industria nacional en absoluto. Como veremos, no es la única contradicción a la que se enfrenta esta política.
Los aranceles no sólo tienen un objetivo reindustrializador y recaudatorio, sino también punitivo. Así, se suman a la tradicional política de castigos impuestos por USA (United Sanctions of America) a sus adversarios. En otras palabras, Trump ha querido imponer un impuesto revolucionario al mundo por el «privilegio» (sic) de vender en EEUU.
Aunque muchos de los aranceles punitivos acaben quedando sin efecto, en el mejor de los casos EEUU pasará de cobrar un arancel medio del 2,2% a cobrar un arancel de entre el 10% y el 20%, cifras históricamente elevadas que nos retrotraen a épocas que creíamos felizmente superadas. Además, las represalias de varios actores estatales, como es el caso de China, darán lugar a una guerra comercial y lastrarán el comercio internacional, encendiendo la mecha de un mundo menos próspero y más peligroso.
No podemos olvidar que la ley de Aranceles Smoot-Hawley, aprobada por el gobierno de EEUU en 1930, contribuyó a agravar y alargar la Gran Depresión, la cual fue el factor determinante ―aunque obviamente no el único― para cimentar la llegada de peligrosos movimientos en Europa y Asia (como el militarismo en Japón en 1932, el nazismo en Alemania en 1933 o el bolchevismo del Frente Popular en España en 1936), por lo que indirectamente propició cruentas guerras como la Segunda Guerra Mundial.
Así, la retórica agresiva, chulesca y casi prebélica del presidente Trump y de miembros de su gabinete siembran la semilla de un mundo mucho más tenso e incierto.
El engaño
Desde los días previos a su anuncio, el presidente Trump afirmó que sus aranceles serían recíprocos, algo que recalcó en su presentación ante los medios: «Voy a firmar una orden ejecutiva histórica instituyendo aranceles recíprocos con países de todo el mundo. Eso significa que lo que hagan con nosotros, nosotros lo haremos con ellos. No puede ser más sencillo».
Sin duda, el concepto de reciprocidad es sencillo, e incluso justo, si fuera verdad. Pero no lo es.
En efecto, Trump mintió descaradamente. Los aranceles supuestamente impuestos a EEUU por otros países que mostró en su famosa tabla no eran los aranceles reales, sino números arbitrarios basados en el resultado de dividir el déficit comercial de bienes de EEUU con cada país entre la cifra de importaciones[2]. Una vez obtenida esta cifra, Trump establecía sus nuevos aranceles «recíprocos» dividiendo ese cociente entre dos, con un arancel mínimo del 10% :
Como pueden comprobar, aunque parezca surrealista, la variable que no aparece en la fórmula para calcular los supuestos aranceles de otros países son precisamente los aranceles reales impuestos por dichos países. Por lo tanto, esta fórmula no es economía sino alquimia, una fórmula diseñada ad hoc para justificar cifras arbitrarias con el objetivo de intentar equilibrar el déficit comercial de EEUU.
Además, en el cálculo del déficit comercial y de las importaciones sólo están incluidos los bienes y no la suma de bienes y servicios, que es lo que determina el saldo comercial entre dos países. Por ejemplo, EEUU tiene un déficit comercial de bienes con la UE, pero un superávit en servicios.
Dicho es otro modo, la UE vende bienes a EEUU y a cambio le compra servicios, y el saldo neto es tan bajo que puede considerarse insignificante. A pesar de ello, EEUU ha decidido imponernos un arancel del 20% cuando el arancel medio ponderado que cobra Europa es de sólo el 2,7%.
No es un caso aislado: según datos del Cato Institute basados en la OMC, China cobra un arancel medio del 3%, pero Trump le quiere imponer un tipo del 34%; Japón cobra un 1,9%, pero le quieren imponer un 24%; Taiwán y Suiza cobran un 1,7%, pero les quieren hacer pagar un 32%. Brasil cobra un 6,7%, el doble que el Reino Unido (3,3%), pero ambos sufrirán el mismo arancel mínimo del 10%[3]. Denominar reciprocidad a esto supone un insulto a la inteligencia.
Desde el punto de vista económico, la ecuación también carece de sentido, pues parte de un falso concepto de equilibrio que presupone que los movimientos de divisas deben compensar en todo momento los déficits comerciales, y que si no lo hacen se debe exclusivamente a manipulaciones de mala fe realizadas por los gobiernos de otros países (limitaciones al libre comercio, manipulación de divisas, etc.).
Si Trump hubiera querido aplicar un principio de reciprocidad podría haber elevado algunos aranceles muy ligeramente, pero también tendría que haber reducido otros para igualarse a aquellos países que cobran menos.
Por ejemplo, EEUU cobra un arancel del 25% en camiones ligeros, comparado con el arancel del 10% que cobra la UE o el 0% (sí, cero) que cobra Japón. Por otro lado, EEUU tiene normas que son las más restrictivas y proteccionistas del mundo, como es la Jones Act de navegación por cabotaje[4]. ¿Creen que Trump contempla eliminarla «por reciprocidad»?
Obviamente, el motivo por el que el presidente norteamericano denominó estos cálculos como «aranceles» fue para engañar a sus conciudadanos haciéndoles creer que se estaba produciendo una flagrante injusticia y que el resto del mundo abusaba de EEUU.
Lo hizo, además, con un sorprendente lenguaje nacionalista y belicoso de una bastedad impropia de un presidente de un país serio: «Durante décadas, nuestro país ha sido saqueado, rapiñado y expoliado por naciones amigas y enemigas (…). Los líderes extranjeros han robado nuestros trabajos; los tramposos extranjeros han saqueado nuestras fábricas; los carroñeros extranjeros han hecho pedazos el otrora hermoso sueño americano».
Por último, que el gobierno de EEUU haya iniciado una guerra comercial cuando gozaba prácticamente de pleno empleo añade grados de insensatez a la decisión, y plantea la pregunta de con qué trabajadores contará para su pretendida reindustrialización, que el propio secretario del Tesoro Bessent no supo contestar.
Por qué los aranceles son dañinos
El proteccionismo se basa en una divinización de las exportaciones y en una demonización de las importaciones que no se corresponde con la realidad. Los países importan productos de otros países por dos razones: o porque el bien importado no existe en el país de destino o porque resulta más barato traerlo de fuera. Así, el consumidor norteamericano se beneficia de importaciones que le ofrecen un mayor abanico de alternativas y le abaratan el coste de la vida.
En EEUU la existencia de déficits comerciales no es algo nuevo[5]. Fueron la norma durante la mayor parte del s. XIX, lo que no fue óbice para que el país creciera y se convirtiera en una potencia mundial. Hasta 1910, por cierto, el gasto público era de sólo el 2% del PIB.
Tampoco han resultado un impedimento para crecer en los últimos 50 años o durante los felices años de Reagan, que Trump reivindica, o incluso durante el primer mandato del propio Trump. Por el contrario, durante la Gran Depresión EEUU gozó de superávit comercial. Quizá por eso se comprende que Milton Friedman considerara el déficit comercial un no-problema.
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A pesar de ello, la tentación del proteccionismo ha sido recurrente en EEUU desde Alexander Hamilton. Aunque los tiempos cambien, los argumentos, no. En 1979, el propio Friedman criticaba exactamente los mismos pretextos que utiliza la actual Administración norteamericana para justificar sus medidas hoy: la seguridad nacional y la defensa de la industria del acero.
En aquel entonces, la preocupación era la competencia japonesa; hoy es la competencia china. Plus ça change, plus c’est la même chose.
Sofismas económicos
El proteccionismo es un caso paradigmático de mala política económica. Como decía Hazlitt, «el arte de la economía consiste en considerar los efectos más remotos de cualquier política, y no meramente sus consecuencias inmediatas; en calcular las repercusiones no sólo sobre un grupo, sino sobre todos los sectores».
En democracia esto genera un doble problema. Por un lado, a los políticos sólo les preocupan las consecuencias que tengan sus decisiones antes de las siguientes elecciones, por lo que siempre favorecerán aquéllas que aparenten ser buenas a corto plazo, aunque sean nefastas a largo.
Por otro lado, a los políticos les gusta tomar medidas cuyos beneficios se concentren visiblemente en pocas manos siempre que sus perjuicios se difuminen entre toda la población. Es el caso de los aranceles.
Como decía Hayek, «los efectos negativos del arancel se extienden sobre un número grande de personas y son así más difíciles de ver que sus beneficios, que se concentran en un grupo de personas relativamente pequeño, uniforme y fácilmente identificable».
Lo único que tiene que hacer el político es publicitar a la minoría beneficiada e ignorar a la mayoría perjudicada. Por eso, en la presentación de los aranceles en la Casa Blanca, Trump cedió el micrófono a un sindicalista del sector automovilístico que personificaba a los privilegiados beneficiarios.
Nadie representó a la mayoría perjudicada, al ciudadano corriente al que se obliga a comprar un automóvil más caro, más feo o de peor calidad.
Aumentar los aranceles para proteger un sector concreto (por ejemplo, el siderúrgico o el automovilístico) quizá mejore artificialmente la situación de algunas empresas, pero a costa de muchas otras, que verán aumentados sus costes y disminuida la capacidad de compra de sus clientes.
Ford, por ejemplo, se beneficiará, pero el restaurante del barrio quizá tenga que cerrar, porque por culpa del dinero de más que ha tenido que gastar el ciudadano en su coche ya no tendrá suficiente para cenar fuera. En otras palabras, para mejorar a unos pocos se castiga a muchos, y se cronifica la falta de competitividad de ciertos sectores a costa de la supervivencia de otros sectores que sí eran competitivos.
Para evitar la tentación proteccionista, resulta fundamental la educación del público. Como decía Hayek, «ninguna sociedad seguirá una política de libre comercio si la idea dominante es que el comercio con extranjeros es malo o económicamente perjudicial».
La confusa base teórica
La base teórica de la justificación de una política de aranceles elevados la dio el actual presidente del Council of Economic Advisers de la Casa Blanca, Stephen Miran, con un análisis publicado en noviembre del año pasado en el que caía en todo tipo de simplismos y contradicciones[6].
El análisis de Miran partía de la hipótesis reduccionista de que todo el problema de los desequilibrios macroeconómicos de EEUU deriva de la sobrevaloración del dólar por su carácter de moneda de reserva mundial.
Sin embargo, al igual que el clima, la economía es un sistema complejo y multifactorial plagado de interacciones que escapan del encorsetamiento que pretenden los bonitos modelos de regresión múltiple multivariante que enseñan en las universidades.
Pero a diferencia del clima, los factores son actores racionales dotados de libre albedrío (no como las nubes o los planetas), y están sujetos a sesgos emocionales, al pánico y a la euforia. Por ello, reaccionan a los estímulos de manera diversa y a veces sorprendente, lo que multiplica la complejidad del sistema. Además, la realidad de la situación es influida por la percepción ―siempre parcial y limitada― que los actores tienen de esa misma realidad (principio de reflexividad de Soros).
Sin duda, como moneda de reserva el dólar tiene una demanda cautiva y, por tanto, más inelástica que la de otras monedas, pero gracias a ello, EEUU ha podido financiar su deuda sin que sus tipos de interés se dispararan y presionar a otros países para lograr sus intereses.
No obstante, para Miran es el resto del mundo el que se ha beneficiado del estatus del dólar, a pesar de lo cual Trump no quiere cambiar dicho estatus y ha amenazado al BRICS si lo pone en peligro. Ésta es la primera contradicción, que el informe al menos reconoce.
Pero hay más contradicciones. Una gran parte del análisis de Miran se dedica a desactivar el miedo al efecto inflacionista de los aranceles. Para ello se basa en un solo precedente: la subida de aranceles que Trump impuso a China en el 2018, induciendo imprudentemente un principio de un solo dato.
Así, según Miran una gran parte del aumento de precio causado por los aranceles será amortiguado por una revalorización del dólar. Pero si el dólar fuerte era la raíz de todos los males, ¿cómo ha de tranquilizar nuestros miedos que el dólar se fortalezca? Y si lo que se pretende es fomentar la industria americana al encarecer los bienes producidos en el extranjero, ¿cómo se va a lograr, si a la vez estoy defendiendo que no se van a encarecer?
A pesar de ello, el argumento antiinflacionista es hoy repetido por el secretario del Tesoro Bessent, que afirma rotundo y sin despeinarse que el 40% de los aranceles será absorbido por una revalorización del dólar, que otro 40% «se lo comerán» (sic) los productores extranjeros y que sólo el 20% será costeado por los consumidores norteamericanos.
Además, la experiencia del 2018/2019 no fue tan halagüeña. Según el Departamento de Comercio americano, los importadores estadounidenses soportaron casi la totalidad del coste de estos aranceles del acero, y las importaciones se redujeron un 24%. Mientras, la producción estadounidense aumentó sólo un 2%[7].
La experiencia con la ley de Aranceles Smoot-Hawley de 1930 fue similar. Las importaciones cayeron un 65%, pero las exportaciones cayeron casi en la misma proporción, consecuencia lógica del efecto dominó de empobrecimiento y de las reacciones proteccionistas del resto del mundo.
Por lo tanto, los aranceles también pueden provocar un efecto escasez: los productores extranjeros no pueden vender al precio obligado (porque perderían dinero) y los productores nacionales aún no pueden cubrir la demanda insatisfecha. Por lo tanto, se reduce la oferta y aumentan los precios. Un gobierno puede intentar fijar los precios o fijar los volúmenes, pero no ambas cosas. Dicho de forma más sencilla, se puede llevar al burro al abrevadero, pero no se le puede obligar a beber.
Finalmente, Miran advierte de los riesgos que implica una política arancelaria agresiva si no se produce el efecto divisa esperado o si los demás países responden con mayores aranceles. Por ello, propone realizar un enfoque gradual y prevenir al mercado de las medidas a tomar para evitar incertidumbres y sorpresas que provoquen reacciones tumultuosas, justo lo contrario de lo que ha hecho Trump.
Una orden ejecutiva contradictoria
La orden ejecutiva de Trump sigue el razonamiento de Miran y culpa a otros países del déficit comercial (¡y a éste del aumento del consumo de opiáceos en EEUU!), denunciando la supuesta falta de equidad en las relaciones comerciales recíprocas. EEUU sería objeto de una conspiración planetaria.
La orden ejecutiva también acusa al resto del mundo de «suprimir los salarios y el consumo» en sus propios países (¿cómo?, ¿por qué?) y desafía la lógica invirtiendo relaciones causa-efecto. Así, defiende que «los persistentes déficits comerciales norteamericanos han vaciado la base manufacturera americana». En realidad, es justo al revés: son las decisiones libres de las empresas norteamericanas de no querer fabricar en EEUU y vaciar, por tanto, la base manufacturera americana (al no resultar competitivo) lo que ha causado el déficit comercial.
La Orden Ejecutiva oculta, por último, el beneficio obtenido por los consumidores americanos, que han podido comprar más barato, y los dos factores adicionales que contribuyen a explicar el déficit comercial. El primero es la obsesión consumista de la sociedad norteamericana y su tradicional tolerancia y adicción a la deuda personal y al persistente déficit público. El segundo es la evolución natural y espontánea de la economía americana hacia el sector servicios.
Conclusión
Esta imprudente y dañina acción del gobierno de EEUU ha estado plagada de datos engañosos, de un lenguaje peligrosamente agresivo basado en victimismos injustificados y de falacias económicas de primer nivel, a lo que hay que añadir la habitual arrogancia de los gobiernos norteamericanos.
La agenda proteccionista del presidente y de sus asesores (elegidos precisamente por compartir su agenda y por su lealtad, más que por su competencia) supone una amenaza cierta para el libre comercio que tanto ha beneficiado al mundo. Trump cree saber de economía sin entender su complejidad, y nada hay más peligroso que creer que se sabe cuando no se sabe: el que ignora que ignora (sea presidente de gobierno, CEO o asesor, aunque sea de Harvard; especialmente si es de Harvard) resulta siempre más mortífero que el que sabe que no sabe.
Esta locura arancelaria basada en creencia erróneas y en una desmesurada y belicosa arrogancia nos arrastra a una guerra comercial y a un empobrecimiento colectivo. A nadie se le escapa la vertiente geopolítica destinada a debilitar al rival chino y dividir el BRICS. Quizá por ello, los aranceles impuestos a sus miembros hayan sido tan dispares, aunque, dado el nivel que ha mostrado la Administración Trump con esta acción, resulta dudoso que haya habido una intencionalidad tan inteligente.
No obstante, al igual que EEUU infravaloró la capacidad de resistencia de Rusia, infravalora la capacidad de resistencia de China, a la que le quedan varios ases en la manga a pesar de partir de una posición de mayor debilidad. Y al igual que con la guerra de Ucrania, el daño colateral de esta caprichosa guerra comercial será todo el planeta. ¿Hasta dónde nos conducirá EEUU por no aceptar el fin de su hegemonía?
[1] 2025NTE.pdf
[2] Reciprocal Tariff Calculations | United States Trade Representative
[3] More About Trump’s Sham “Reciprocal” Tariffs | Cato at Liberty Blog
[4] Brace for Impact, America. Trump’s Tariffs Will Soon Hit Your Bank Accounts | Cato Institute
[5] Historical U.S. Trade Deficits
[6] 638199_A_Users_Guide_to_Restructuring_the_Global_Trading_System.pdf
[7] Certain Effects of Section 232 and 301 Tariffs Reduced Imports and Increased Prices and Production in Many U.S. Industries | United States International Trade Commission
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Manuel Marchena es presidente de la Sala Penal del T. Supremo y miembro de la Sala Especial y de la Sala de Gobierno del mismo tribunal. Lo que se conoce como "salsa de todos los guisos"
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