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Si la izquierda quiere seguir siendo referente ético y social, debe empezar por exigir a sus propios referentes lo que exige al resto. La Taberna Garibaldi no puede seguir siendo un símbolo de resistencia si no respeta ni las normas mínimas de seguridad y legalidad
Noticias25 de abril de 2025Por mucho que la Taberna Garibaldi quiera proyectarse como un “bastión de la libertad del proletariado”, la realidad administrativa y legal que la rodea revela una imagen mucho menos épica. El reciente expediente sancionador que pesa sobre el local gestionado por Pablo Iglesias y sus socios en el barrio madrileño de Lavapiés no es solo una cuestión de exceso de aforo o equipos de sonido sin licencia: es, sobre todo, un síntoma de incoherencia.
El ex vicepresidente del Gobierno y fundador de Podemos, voz constante contra los abusos empresariales y defensor acérrimo de la legalidad frente al capital, parece haber olvidado la estricta normativa que rige los espacios públicos cuando se trata de su propio proyecto. Y eso es un problema. No tanto por la multa de 4.501 euros por albergar a 55 personas en un espacio autorizado para 45, sino por lo que representa: el mensaje de que las reglas pueden ser flexibles si quien las rompe tiene las convicciones "adecuadas".
Más preocupante aún es la acumulación de irregularidades: utilización de equipos sonoros no autorizados, actividad de restaurante sin licencia correspondiente, barreras arquitectónicas para personas con movilidad reducida, ausencia de información obligatoria, e incluso posible incumplimiento de normativas ignífugas. Si esto lo hiciera cualquier otro empresario, el propio Iglesias probablemente lo denunciaría con vehemencia desde una tribuna o micrófono.
La defensa tácita de esta gestión —amparada en una estética revolucionaria y un discurso alternativo— no hace sino banalizar la normativa que él mismo exigía cumplir a otros desde el Gobierno. Lo que queda en evidencia es una peligrosa disonancia entre el ideario político y la ética empresarial. No se puede combatir la precariedad exigiendo normas a los demás mientras se sortean en el propio terreno. La ley no es una herramienta ideológica: o se cumple o no se cumple.
Además, el carácter político del local, con actos públicos, mítines y contenido militante, no solo desborda el alcance de una licencia de café-bar, sino que transforma el espacio en un híbrido alegal que esquiva requisitos de seguridad, insonorización y responsabilidad civil exigidos a recintos con actividades culturales o espectáculos. ¿Debe tolerarse esto solo porque quien lo organiza es un referente de la izquierda?
Y es que el escudo ideológico no puede ni debe ser una carta blanca. Que la taberna funcione como punto de encuentro de simpatizantes de Podemos no la exime de las obligaciones normativas. Que su gestor haya sido vicepresidente tampoco debería protegerlo de las consecuencias legales. En una democracia madura, la notoriedad pública exige más responsabilidad, no menos.
Pablo Iglesias no es un hostelero cualquiera, y eso precisamente agrava la situación. Su figura encarna una promesa de honestidad política y coherencia. Cada infracción en su taberna no solo es una falta administrativa, sino una grieta en el edificio de credibilidad que tanto costó levantar. La crítica a la derecha por sus connivencias con el poder económico se vuelve hueca si se gestiona un negocio al margen de la ley.
Si la izquierda quiere seguir siendo referente ético y social, debe empezar por exigir a sus propios referentes lo que exige al resto. La Taberna Garibaldi no puede seguir siendo un símbolo de resistencia si no respeta ni las normas mínimas de seguridad y legalidad. Porque al final, las revoluciones no empiezan con discursos encendidos, sino con el ejemplo.
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