
¿Y si dejamos de ser tolerantes con los imbéciles?
"La tolerancia llegará a tal nivel que a las personas inteligentes se les prohibirá pensar para no ofender a los idiotas" Fiódor Dostoyevski
Pero lo que callan los ecologistas, sea por ignorancia o malicia, como he dicho, es que las plantas producen en todo el mundo toneladas de ese gas cada noche, si bien al día siguiente convierten parte o todo él en oxígeno mediante el mismo proceso, que conocemos como Función Clorofílica o Fotosíntesis
Opinion 08 de julio de 2025 Jesús de las HerasEs lo que hay desde hace unas semanas…: calor, mucho calor. Desde que empezó el negocio del cambio climático se orquesta desde arriba, allende los Pirineos, este espectáculo de que el clima está cambiando, y que la culpa es nuestra, porque usamos coches de motor de combustión interna en lugar de ir al trabajo en bicicleta o andando.
Recuerdo que allá en otro siglo, en otro país, cuando yo era joven, es decir en otra mi edad, iba al trabajo en bicicleta, sí. Con los ahorros de varios meses entré en una tienda y adquirí una bicicleta de las que llamábamos entonces de carrera, con su manillar curvo hacia abajo y en cuyos extremos estaban las asas para agarrarlo; y la usaba para pasear, pues yo tenía la suerte de vivir justo enfrente de mi lugar de trabajo. Pasados unos meses cambié de domicilio, y entonces mi modesta bicicleta de segunda mano me vino muy bien para ir a trabajar, pues aquel lugar ya estaba a seis kilómetros de distancia.
Un año más tarde volví a cambiar de país y de oficio, que desempeñaba ya no enfrente de donde lo ejercía, sino dentro del local, pues residía en un hospital donde cuidábamos a las personas con discapacidad cognitiva, que entonces calificábamos de otra manera oficialmente, y clasificábamos como severos y menos severos, según su capacidad. No recuerdo cuál era el baremo, pero digamos que eran los que podían hablar y los que no, y dentro de los primeros, los que eran independientes y los que tenían que ser asistidos físicamente.
Aquello ya no era Escocia, sino Inglaterra. Pero yo me traje mi bicicleta en tren, y me daba largos paseos por aquellos verdes paisajes de Essex, por el campo y por las ciudades cercanas, siendo mi preferida la de Londres, claro, que distaba apenas unas 16 millas (unos 25 kilómetros y tres cuartos), contadas desde la puerta de mi residencia hasta Picadilly Circus, considerado el mismo centro de Londres, donde solía ir, y sin detenerme le daba la vuelta y volvía a casa, dando así por terminada mi excursión.
Llegaba a mi habitación, me duchaba, y tomaba un libro de reciente adquisición y no lo dejaba hasta que lo terminaba de leer, a altas horas de la madrugada, a veces cuando el Sol ya asomaba por el horizonte anunciándome que tenía que prepararme para ir a trabajar. Sí, aquel fue un buen año para mí, a pesar de ser en el que trabajé más duro en toda mi vida…, hasta entonces, claro.
Pero todo acaba en este mundo, y tuve que cambiar de país nuevamente, y la jeringuilla hipodérmica y el fonendo por el fusil, pues ya no podía diferir más mi compromiso con la patria, y tuve que irme al Centro de Instrucción de Reclutas de Rabasa, Alicante, de donde luego me destinaron al Regimiento Mallorca 13, de Lorca. Años después de terminar mi servicio militar me enteré de que aquel regimiento ya no está allí, y el edificio que ocupaba se dedica a depósito municipal de los vehículos que se lleva la grúa, si no lo han dedicado a otra cosa desde mi última visita a esa noble ciudad.
El hospital donde serví un año en Inglaterra, por cierto, tampoco existe ya, porque entre las medidas económicas que tomó la Primera Ministra Margaret Thatcher estuvo la de cerrar todos los hospitales dedicados a cuidar a los discapacitados cognitivos, a los que integró en hospitales generales para así ahorrar costos. Increíble en uno de los países más ricos del mundo…
¿Y qué pasó con mi vehículo? Bueno, lo último que hice en la Rubia Albión fue venderlo. Tuve suerte, y un chino colega mío que se desplazaba todos los días al hospital en su coche me dijo que estaba harto de gastarse el dinero en gasolina, así que me dio por ella lo mismo que me había costado, con lo que los dos años de velocípedo me salieron gratis, no gastando más combustible que mi esfuerzo y mi sudor, que en realidad fue poco debido a las bajas temperaturas que se gastan en aquellos lares. Lo curioso es que no me dio ningún dolor despedirme de mi compañera de tantas millas en solitario, o a veces con mis amigos Steve y Will Webb.
Andando el tiempo, conseguí trabajo en la ciudad del Sol (Lorca), y con mis ahorros conseguí comprarme mi primer coche, un modesto Seat 600 con el que recorrí toda España en un año, también en solitario, pues no podía ser que yo conociera más de la Gran Bretaña que de mi país de origen. Recuerdo que entonces la gasolina valía 25 pesetas el litro, unos meros 15 céntimos de euro, pero ya me parecía excesivo, porque solo unos años antes mi padre la pagaba a 10 pesetas, o sea seis céntimos de euro.
Pero no era tan malo si lo comparamos con los precios actuales, puesto que con mi sueldo de entonces yo podía comprar 1160 litros de gasolina, y aunque con el de ahora puedo comprar 1667 y por ello podríamos pensar que mi capacidad adquisitiva ha mejorado algo, hemos de conceder que entonces tener coche no era algo que pudiera permitirse todo el mundo, y que no teníamos las necesidades que tenemos ahora: ordenador, teléfono móvil, tableta, y un largo etcétera que si bien no nos hace falta para vivir, quedamos como pobretones si no disponemos de esas cosas que en realidad no nos hacen falta para nada.
Y son innecesarias porque no satisfacen ninguna necesidad vital, hacen de nuestra vida algo más pobre que en la España de los setenta del siglo pasado, y además fuerzan a la industria a polucionar el medio ambiente con los motores y reacciones químicas necesarios para producirlos.
Siguiendo con mi historia automovilística, les diré que he tenido en total otros cinco coches, tres de ellos de motor diésel, con los que supongo que he vertido al aire varios miles de litros de dióxido de carbono, el modesto CO2 al que tantos males se le achacan, así como otros gases que los ecologistas de ahora todavía no han criminalizado, ignoro si por desconocimiento o por maldad, o porque les da lo mismo. Pero algo de plomo sale por los tubos de escape, y eso sí que es veneno. O salía al menos antes de que inventaran los catalizadores, que en realidad no sé cómo funcionan en nuestros modernos motores.
Según he leído que dicen los ecologistas, el CO2 es gas muy nocivo que va a acabar con la vida en La Tierra, y los motores de combustión interna lo producen a miles de litros cada día, pues hay millones de automóviles andando por las carreteras de todo el mundo, sin contar los motores que utiliza la industria –entre ellas la eléctrica que ilumina nuestras calles y domicilios…— ¡Un desastre a nivel planetario!
Pero resulta que la concentración de CO2 en nuestra atmósfera se reduce a un mero 0’04%, o sea cuatro diezmilésimas del total, frente a todo un 21% del oxígeno y un 70% de nitrógeno, y la diferencia la suman una serie de otros gases que —al igual que el nitrógeno— no reaccionan con el medio ambiente, al revés que el oxígeno, que tanto necesitamos todos los seres vivos.
Parece ser que desde que el hombre inventó y comenzó a utilizar máquinas que usaban combustibles fósiles, como el carbón y luego los derivados del petróleo, allá por la Revolución Industrial, a mediados del siglo 18, la proporción del CO2 en la atmósfera era de un mero 0’02%, o sea la mitad que la actual.
Pero lo que callan los ecologistas, sea por ignorancia o malicia, como he dicho, es que las plantas producen en todo el mundo toneladas de ese gas cada noche, si bien al día siguiente convierten parte o todo él en oxígeno mediante el mismo proceso, que conocemos como Función Clorofílica o Fotosíntesis, pues se da en presencia de la luz del Sol para destilar el oxígeno, o en su ausencia para crear el CO2, como parte del proceso vital de las plantas. No obstante, entre todas ellas en todo mundo producen apenas el 28% del oxígeno que necesitamos para vivir…
¿Y de donde sale el resto?, se preguntarán ustedes, ¿acaso hay fábricas de oxígeno? Pues no, todavía no las hay, aunque es cierto que se encuentran bombonas de oxígeno en las farmacias y en las cámaras hiperbáricas, para usos sanitarios. El resto sale de donde están las llaves Matarile Rilerile: ¡del fondo del mar!
Porque nuestros oceanos (y digo nuestros porque los necesitamos para vivir todos los seres vivos de este planeta, aunque parezca mentira): el mar alberga los organismos que fabrican oxígeno a partir del anhídrido carbónico —CO2— y del agua —H2O— por medio de la fotosíntesis, en presencia de la luz del Sol, que en resumen combina cada 6 moléculas de CO2 y 6 de H2O en una molécula de glucosa —cuya fórmula no les pongo porque es harto complicada y no añade nada a ni razonamiento— y 6 moléculas de oxígeno, formada cada una por dos átomos de ese elemento.
Y eso ocurre todo el tiempo, saliendo desde el mar hacia nuestra atmósfera de modo continuo oxígeno por el día —en presencia del Sol— y anhídrido carbónico (también conocido como dióxido de carbono porque cada una de sus moléculas tiene dos átomos de oxígeno y uno de carbono) —en su ausencia—. Por eso es tan reconfortante un paseo en barco durante el día: ¡se pasea uno de ola en ola por un inmenso huerto de oxígeno en plena recolección mientras luce el Sol!
No obstante, también hay metepatas: de vez en cuando aparece un volcán malasombra, como el malvado Tajogaite de la Palma, que en sus 85 días de actuación nos contaminó la atmósfera más que todos los automóviles que en la historia han sido. Eso también se lo callan los ecologistas. Al igual que lo de los otros malvados de esta historia, los incendios forestales, que se podrían evitar o reducir en gran medida si se hiciesen los debidos cortafuegos en el campo, si no se hubiese impuesto la teoría ecologista de que hay que dejar que la naturaleza se cuide ella sola, y luego pasa lo que pasa.
Y si hay zonas incendiadas, ya se apagarán, que luego van a venir bien para poner granjas solares, o sea un montón de placas para producir energía eléctrica, ignorando que la electricidad no se come, al revés que las naranjas, las aceitunas, las patatas o los melones.
Y ahora están de moda los coches eléctricos. Ya Tomás Alva Édison construyó uno a principios del siglo 20, pero se vendieron pocas unidades porque era más pesado que los que hacía la competencia con motores de explosión, y era tedioso esperar largo tiempo para cargar la batería…, allí donde hubiera medios para hacerlo.
Ahora, un siglo después, han reaparecido como el invento del siglo, fabricado con materiales nuevos, mucho más elaborados y con más autonomía, pues pueden hacer más kilómetros por kilowatio. Y no contaminan nada, no. No tienen tubo de escape, ya que no tienen gases que expeler a la atmósfera, nuestro querido manto gaseoso que todos necesitamos para vivir.
El problema es que hay que cargar la batería que alimenta el motor, claro. Si se les pudiera poner una placa solar en el techo que produjese la electricidad suficiente para que el coche anduviese, sería la solución perfecta, y el coche sí que dejaría de polucionar. Pero la realidad es perversa: hay que enchufar esos automóviles a fuentes de energía que proporcionan electricidad que se fabrica en centrales hidráulicas, eólicas, fotovoltaicas…, pero también centrales nucleares y las tradicionales que usan combustibles fósiles, como gasolina, gasoil o keroseno.
O sea, que los coches eléctricos acaban usando energía tan sucia como los de combustión o explosión internas. Con el agravante de que fabricar un coche eléctrico poluciona el medio ambiente mucho más que uno de los tradicionales, esos que ahora quieren prohibir, al igual que fabricar molinos o placas solares para producir electricidad ecológica.
Y además está el precio: un automóvil eléctrico es mucho más caro que uno de combustión, a menudo tres veces más. Eso me hace proponer que si la Unión Europea quiere que nos pasemos todos al eléctrico, que es mucho más cómodo, avanzado y silencioso que el tradicional, debería facilitar la transición con al menos un modelo que sea más barato que los de combustible fósil.
Y si no quiere o puede, que no nos dé la vara por medio de esas leyes …que ellos llaman directivas— opresoras que jamás han sido votadas por los ciudadanos de Europa. Pero, claro, eso lo harían si la Comunidad Europea fuera una democracia, mas eso es algo de lo que presumen, pero no dan. Porque cambiar de la combustión al eléctrico es un un cambio radical en la vida de los europeos, y por lo tanto el legislador debería consultar antes a los que dice representar, los ciudadanos de toda Europa, mediante referéndum si queremos el coche eléctrico o no, antes de ahogarnos con esas leyes para cuya elaboración y promulgación jamás los elegimos a ellos, los miembros del Parlamento Europeo.
Como en toda democracia de verdad, los ciudadanos no queremos que un grupo de iluminados nos ideologice con sus pamplinas, sino un parlamento que genere leyes que nos resuelvan los problemas, y un gobierno que las ejecute. Que se metan sus ideologías donde les quepa, que las ideologías no se comen ni dan de comer, excepto a los vendehumos.
Antes de entrar en la Comunidad Europea pensábamos que Europa iba a ser para nosotros como el Hada Madrina de Pinocho o de la Bella Durmiente, pero ahora se está portando más bien como la Bruja de Blancanieves.
Mientras tanto los de la vieja guardia seguimos con nuestras tartanas contaminantes de combustible fósil mientras nos duren, y luego tendremos que ir a pata, a no ser que obliguemos a los jerarcas europeos a que escuchen al pueblo o a que se vayan a su casa y construyamos entre todos una democracia europea de verdad.
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