BURDELES
La imagen del burdel que se representan quienes jamás han pisado uno suele ser sórdida. Algo así como antros de carretera a los que acude la chusma masculina para saciar su sed de alcohol y sexo con mujeres de malvivir
La imagen del burdel que se representan quienes jamás han pisado uno suele ser
sórdida. Algo así como antros de carretera a los que acude la chusma masculina para
saciar su sed de alcohol y sexo con mujeres de malvivir o forzadas por las mafias que
trafican con personas. El libro sobre el que versa esta columna, “viviendo en el burdel”,
es una enmienda a la totalidad del concepto de prostíbulo que existe en el imaginario
colectivo.
Lo primero que aprende el lector es que hay tres tipos de locales y que ninguno encaja
en esa caricatura de burdel que proyecta el abolicionismo. La autora de la obra, Carmen
Meneses Falcón, que es doctora en antropología social, residió en todos ellos para
presentar una investigación que se construye desde dentro. La prostitución, como la
vida, alterna luces y sombras.
El trabajo de documentación sobre el terreno que sirve a Meneses para cincelar su diario
es inmenso. Una labor que escasea en los discursos y propuestas abolicionistas que
pretenden reconducir la prostitución a una cuestión contraria a la moral. A su moral,
concretamente. Me refiero a esos argumentos que abordan una realidad tan compleja
desde un único prisma: el de la esclavitud. Gente que considera la prostitución algo tan
indigno y amoral que el Estado debe sustraerlo del ámbito de decisión de la persona.
Creo recordar que fue Olympe de Gouges la que afirmó que “la libertad es elegir tu
propia esclavitud, mientras que la esclavitud es no tener opción alguna”. Algo que a
menudo olvidan quienes creen que se puede construir libertad arrebatándole a los
individuos la capacidad de decidir sobre sus respectivas vidas.
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Lo cierto es que, tras el abanico argumental con el que se pretende criminalizar la
prostitución desde el abolicionismo, subyace un menosprecio paternalista hacia el libre
albedrío femenino. Dan por sentado que las mujeres que comercian con su cuerpo son
víctimas de un sistema económico y social que las obliga a mercadear con su dignidad,
por más que ellas les repitan hasta la saciedad que no se sienten así. Reivindican de esta
forma un empoderamiento femenino preñado de hipocresía, pues no promueve la
liberación, sino el tutelaje.
Otra presunción que desmonta la obra de Carmen Meneses es la de las relaciones de
poder entre las prostitutas, sus proxenetas y los clientes. Una cuestión íntimamente
ligada al consentimiento y a la capacidad de elección. Porque, cuando de la prostitución
se trata, el feminismo equivoca completamente el enfoque: mientras que el "sólo sí es
sí" es la barrera que separa el sexo consentido del delito, a la prostituta le imponen
siempre el “no” como respuesta: no importa el consentimiento cuando la práctica del
sexo está condicionada a una contraprestación económica.
El gran problema de los que, desde sus propios postulados morales, persiguen
criminalizar a las putas, es que pretenden imponer su concepto y visión de la práctica de
la prostitución sin contar con las afectadas y desdeñando absolutamente su
cotidianeidad. Dicho de otra forma: quieren regular una realidad que desconocen y que
tampoco se molestan en conocer. Tratan con condescendencia a las putas y con
repulsión al resto de involucrados en la actividad.
Meneses huye de estos apriorismos y simplismos, llevando el altavoz a las entrañas de
los burdeles en los que se ejerce esa profesión que, para algunos, no debería ser
nombrada: un club urbano gallego, un club de plaza y un hotel de citas en la capital. Cada
uno con sus propias dinámicas tanto en lo que se refiere a la organización y gestión,
como a sus protagonistas.
Quienes se aproximen al libro influenciados por el telón costumbrista que impregna la
visión del feminismo posmoderno sobre la prostitución verán comprometidas todas sus
premisas conforme avancen en la lectura, en la que no van a encontrar tanto un reto
intelectual, como ético y moral. Descubrirán un mundo tan alejado de la academia, de
la política y de los prejuicios, que se verán compelidos a cuestionarse postulados que,
hasta entonces, pasaban por inmutables. No se ensalza ni se critica, no se endulza ni se
exagera, no se adula ni se señala: se relata. Un prisma que se me antoja fundamental en
este ambiente de polarización narcotizada, donde nos quieren obligar a escoger bandos
sin cuestionar, sin escuchar y sin debatir.
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