La consideración de sabotaje evitará que Renfe tenga que indemnizar a sus viajeros
Según la normativa europea, en concreto el Reglamento 2021/782 del Parlamento Europeo y del Consejo, las compañías ferroviarias no están obligadas a indemnizar a los pasajeros si el retraso, cancelación o interrupción del servicio se debe a causas excepcionales
Más de 10.000 personas quedaron varadas entre Madrid y Andalucía tras una grave interrupción del servicio ferroviario de alta velocidad el pasado domingo, coincidiendo con el final del puente del 1 de mayo. El suceso, que inicialmente se reportó como un robo de cable de cobre —una práctica delictiva lamentablemente habitual en las infraestructuras ferroviarias españolas— fue elevado con sorprendente rapidez por el Gobierno a la categoría de “sabotaje”.
Esta etiqueta no es casual: tiene consecuencias directas tanto en el plano político como en el económico. Y sobre todo, sirve para esquivar responsabilidades.
Una palabra con efectos jurídicos y económicos
La utilización del término “sabotaje” no es una simple cuestión semántica. Según la normativa europea, en concreto el Reglamento 2021/782 del Parlamento Europeo y del Consejo, las compañías ferroviarias no están obligadas a indemnizar a los pasajeros si el retraso, cancelación o interrupción del servicio se debe a causas excepcionales, entre las que se incluye explícitamente el sabotaje.
Es decir, al calificar el incidente de esta forma, el Ejecutivo no solo se exime de dar explicaciones más profundas sobre el estado de la infraestructura y la seguridad ferroviaria, sino que además permite a Renfe negar el derecho a compensación a miles de viajeros que perdieron tiempo, conexiones y oportunidades personales o laborales. Muchos de ellos ni siquiera recibirán la devolución de un billete que pagaron por un servicio que no se prestó, o que llegó con hasta seis horas de retraso.
El precedente del apagón nacional: la política del enemigo invisible
No es la primera vez que el Gobierno recurre a esta narrativa de “saboteadores” para justificar fallos estructurales o descoordinaciones graves. Ya ocurrió con el apagón energético nacional, cuya explicación oficial aún hoy se sostiene sobre la ambigua hipótesis de un ciberataque. Es una estrategia de comunicación que mezcla el alarmismo con la opacidad: se apunta a una amenaza externa, deliberada y oscura, pero sin aportar pruebas sólidas ni una conclusión clara tras las investigaciones. Se diluyen las responsabilidades en un mar de conjeturas.
Una estrategia vieja conocida: el manual de Hugo Chávez
Este tipo de maniobra política no es nueva, y tiene referentes claros en el pasado reciente de América Latina. Hugo Chávez, durante su mandato en Venezuela, recurrió en numerosas ocasiones al argumento del sabotaje para justificar apagones eléctricos, problemas con el suministro de agua o fallos en el sistema de transporte público.
La retórica del "enemigo interno" o "externo" que sabotea al Estado ha sido históricamente útil para desviar la atención de la ineficacia administrativa, la falta de inversión o la corrupción. Así, se construye una narrativa de lucha constante contra fuerzas invisibles que, convenientemente, nunca llegan a ser plenamente identificadas ni juzgadas.
Traer esa lógica al contexto europeo es preocupante. Porque si bien en Venezuela este tipo de discurso se consolidó en un entorno político polarizado y con escasa independencia institucional, su aparición en democracias consolidadas revela una peligrosa tendencia a usar el miedo y la confusión como herramientas de gestión de crisis.
Renfe y la estrategia del silencio administrativo
Mientras tanto, Renfe se acoge con celeridad al argumento legal que le permite denegar compensaciones. Lo hace con el amparo del reglamento europeo y el respaldo del relato gubernamental. No obstante, lo que resulta especialmente cuestionable es la falta de transparencia hacia los usuarios, que en muchos casos no han recibido más que mensajes automatizados sin información clara sobre sus derechos o sobre los plazos para reclamar.
Según fuentes sindicales de ADIF, las reclamaciones se concentran mayoritariamente en las primeras 24 horas después del incidente. Más allá de ese margen, el número de afectados que formaliza quejas o solicita devoluciones cae drásticamente. En otras palabras: cada día que se retrasa el esclarecimiento del suceso —sea por investigación judicial, instrucción policial o por simple inacción— es un día ganado por Renfe para que las reclamaciones se diluyan por desinformación o desgaste.
¿Negligencia, oportunismo o ambas?
Lo más preocupante de todo este episodio no es solo la falta de respuesta inmediata y eficaz ante una incidencia grave en un servicio esencial. Es la utilización estratégica de un término como “sabotaje” para minimizar el coste político y económico de una situación que, en el fondo, revela debilidades estructurales en la seguridad del sistema ferroviario.
¿Quién vigila el estado de las subestaciones? ¿Qué protocolos de vigilancia existen para prevenir estos robos? ¿Por qué no hay planes de contingencia más robustos en fechas especialmente sensibles como los retornos de puente o vacaciones? ¿Cómo es posible que un robo de material de escaso valor paralice una red de alta velocidad en pleno siglo XXI?
El pasajero como daño colateral
En el fondo, este incidente es un síntoma más de una tendencia peligrosa: el uso de etiquetas y narrativas grandilocuentes por parte del poder para evadir responsabilidades y diluir el debate público. Mientras se discute si fue sabotaje o simple robo, miles de ciudadanos afectados han quedado atrapados en una zona gris legal donde su derecho a reclamar parece suspendido a la espera de una investigación que podría tardar meses o años.
El ciudadano, una vez más, paga el precio del silencio, la opacidad y la inacción institucional. Y lo peor es que, si no se corrige esta deriva, seguirá ocurriendo. Porque cuando el poder adopta la lógica del enemigo invisible para justificar su propia ineficiencia, no está gobernando: está manipulando.
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