Educación bajo influencia: Marruecos paga una asignatura que se imparte en escuelas españolas
El más destacado es el Programa de Enseñanza de Lengua Árabe y Cultura Marroquí (PLACM), una iniciativa nacida del Convenio de Cooperación Cultural entre España y Marruecos firmado en 1980, pero operativa desde 2012
En los últimos años, España ha sido escenario de una paradoja educativa cada vez más evidente: mientras algunas administraciones promueven la enseñanza del catalán más allá de sus fronteras, otras comunidades autónomas acogen programas lingüísticos impulsados y financiados por gobiernos extranjeros.
Esta doble dinámica —una proyectada hacia fuera y otra absorbida desde fuera— revela tensiones políticas, contradicciones institucionales y un debate profundo sobre el papel de la educación como herramienta de cohesión o división.
La Generalitat y la exportación del catalán
Hace pocas semanas, la Generalitat de Cataluña anunció una partida presupuestaria de 800.000 euros destinada a financiar la enseñanza del catalán en el sur de Francia, concretamente en la región de los Pirineos Orientales, históricamente conocida por los nacionalistas catalanes como Catalunya Nord. La asociación beneficiaria, La Bressola, lleva años desarrollando una estrategia de inmersión lingüística en centros educativos de esa zona, con el claro objetivo de reforzar la presencia del catalán en el ámbito transfronterizo.
Lo notable no es tanto la existencia de este programa —que ya ha sido respaldado por gobiernos anteriores, incluidos algunos de corte independentista—, sino el hecho de que el nuevo Ejecutivo liderado por el PSC ha incrementado de forma sustancial su apoyo económico. Esta decisión ha sido recibida con fuertes críticas por parte de la oposición constitucionalista, que considera inadmisible que fondos públicos catalanes se destinen a una región fuera del Estado español, especialmente en un momento de tensiones presupuestarias internas y desafíos educativos en la propia Cataluña.
La Generalitat, por su parte, justifica la inversión en nombre de la promoción cultural y lingüística y de la defensa del catalán como patrimonio compartido más allá de las fronteras administrativas. Sin embargo, no deja de ser significativo que esta estrategia se desarrolle en un país —Francia— con un modelo de asimilación lingüística centralista que históricamente ha mostrado poco margen para el reconocimiento de lenguas regionales.
El caso del árabe y Marruecos: lengua extranjera en territorio nacional
Frente a esta “exportación cultural” del catalán, convive otra realidad: la importación de programas educativos extranjeros en suelo español. El más destacado es el Programa de Enseñanza de Lengua Árabe y Cultura Marroquí (PLACM), una iniciativa nacida del Convenio de Cooperación Cultural entre España y Marruecos firmado en 1980, pero operativa desde 2012 bajo gobiernos del Partido Popular.
Este programa tiene como objetivo preservar la identidad lingüística y cultural de los menores de origen marroquí escolarizados en España, si bien puede ser cursado también por estudiantes españoles. Actualmente se encuentra presente en doce comunidades autónomas, incluyendo regiones gobernadas por partidos tanto progresistas como conservadores. La coordinación corre a cargo del Ministerio de Educación español junto con la Embajada de Marruecos, y los profesores —funcionarios marroquíes— son remunerados directamente por Rabat.
Se ofrecen dos modalidades: una extraescolar (fuera del horario lectivo obligatorio) y otra que puede insertarse dentro del horario escolar, aunque esta última es menos común. Las clases no solo abarcan el idioma árabe, sino también aspectos de la cultura y tradiciones marroquíes. Según el Ministerio, el propósito es fomentar la inclusión, preservar la identidad y desarrollar valores de respeto y convivencia intercultural.
Dos pesos, dos medidas
Estas dos realidades educativas, aparentemente opuestas, comparten más de lo que podría parecer a primera vista. Ambas están marcadas por una fuerte intencionalidad política y cultural. La enseñanza del catalán en el sur de Francia no se limita a cuestiones lingüísticas: es también una afirmación simbólica de una identidad transfronteriza, una manera de proyectar el catalanismo como actor internacional. A su vez, el programa marroquí en España no es meramente educativo: es un instrumento de soft power del reino alauita, orientado a mantener vínculos culturales con su diáspora y ejercer una influencia sobre nuevas generaciones nacidas o criadas en Europa.
Lo curioso —y preocupante— es el doble rasero político con que se juzgan estas iniciativas. Aquellos que denuncian con vehemencia la enseñanza del árabe en escuelas públicas españolas lo hacen bajo el argumento de una “amenaza a los valores occidentales”, “injerencia extranjera” o “falta de integración”. Pero en muchos casos, estos mismos sectores ven con naturalidad o incluso con simpatía la exportación del catalán más allá de los límites estatales, en nombre de la diversidad y la protección de las lenguas regionales.
Por el contrario, aquellos que defienden el programa marroquí en clave de multiculturalismo, integración y derechos lingüísticos de las minorías, son a menudo los mismos que critican como “expansionismo identitario” cualquier intento de proyectar el catalán fuera del marco administrativo español. Es decir, ambas posiciones están impregnadas de una notable incoherencia ideológica, donde el juicio sobre una iniciativa depende más del contexto político que de los principios invocados.
¿Qué modelo educativo queremos?
Estas tensiones nos obligan a plantear una pregunta de fondo: ¿Qué papel debe jugar la educación en una sociedad plural como la española? ¿Debe limitarse a transmitir una lengua común y un currículo homogéneo, o debe abrirse a una diversidad cultural activa y representativa? ¿Y hasta qué punto el sistema educativo puede —o debe— ser un campo de batalla identitario, ya sea para proyectar culturas regionales hacia el exterior o para recibir programas impulsados por gobiernos extranjeros?
Lo que está claro es que la instrumentalización política de la enseñanza lingüística —sea desde el nacionalismo regional o desde los intereses geopolíticos de terceros países— no favorece ni la calidad educativa ni la cohesión social. Si el objetivo es promover la integración, el respeto cultural y la competencia lingüística, estas metas deben estar al servicio del alumnado y no de los intereses estratégicos de los gobiernos de turno.
Tampoco puede ignorarse el impacto simbólico de que el Estado español acepte en su territorio un programa curricular financiado y dirigido desde una embajada extranjera, sin un control transparente sobre sus contenidos. Del mismo modo, resulta legítimo cuestionar que un gobierno autonómico destine fondos públicos para consolidar una influencia cultural fuera de sus límites territoriales, mientras se enfrenta a carencias estructurales en su propia red educativa.
Ni el catalán en Perpiñán ni el árabe en Castilla-La Mancha son meramente herramientas educativas. Ambos son vehículos de identidad, poder blando y proyección ideológica. Por eso mismo, urge abrir un debate honesto, coherente y desideologizado sobre los límites y objetivos de estas políticas. Si se acepta que la educación es una herramienta de integración, debe estar regida por principios universales de equidad, transparencia y neutralidad institucional.
Lo contrario —seguir usando la lengua como ariete político— solo profundizará la fractura cultural en una sociedad ya suficientemente fragmentada.
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