Juventudes radicales abertzales, enfrentadas por el control y la intimidación
Un ejemplo revelador se vivió recientemente en Pamplona, cuando el consistorio optó por cerrar edificios municipales y espacios públicos ante el paso de una movilización, alegando motivos de seguridad
En las últimas semanas, Navarra ha vuelto a situarse en el foco informativo por una dinámica que muchos daban por superada: la confrontación organizada en la calle como herramienta política. El protagonismo lo han asumido de nuevo las juventudes del entorno de la izquierda abertzale, no por su capacidad para ofrecer respuestas a los problemas reales que afectan a la gente joven —precariedad laboral, acceso a la vivienda, emancipación tardía o deterioro de los servicios públicos—, sino por una pugna interna por el control del espacio público, el relato político y las estructuras de influencia.
Lejos de ser un fenómeno espontáneo, lo que está ocurriendo responde a una disputa estratégica entre dos bloques bien definidos. Por un lado, Ernai, organización juvenil vinculada al partido que marca la línea política de la coalición soberanista que gobierna en numerosas instituciones. Por otro, GKS, un grupo surgido de una escisión ideológica que se presenta bajo un discurso socialista y comunista, pero que comparte métodos y prácticas con la tradición más dura del activismo callejero.
Una pelea por el poder, no por soluciones
La confrontación entre ambos espacios no gira en torno a propuestas concretas para mejorar la vida de la juventud navarra. El eje del conflicto es otro: quién manda en la calle, quién marca la agenda simbólica y quién logra mayor capacidad de movilización. Como ocurre en dinámicas propias de grupos cerrados, el objetivo es ocupar territorio, imponer códigos y demostrar fuerza.
Universidades, barrios, cascos históricos y fiestas populares se han convertido en escenarios de una competición permanente. Pancartas, manifestaciones, contramanifestaciones, actos de presión y episodios de violencia se suceden con una lógica de provocación constante. Cada gesto busca deslegitimar al adversario y atraer militancia, aunque el precio sea la degradación de la convivencia.
Un ejemplo revelador se vivió recientemente en Pamplona, cuando el consistorio optó por cerrar edificios municipales y espacios públicos ante el paso de una movilización, alegando motivos de seguridad. Una decisión excepcional que refleja hasta qué punto se asume el riesgo de incidentes como algo normalizado.
El frente estudiantil como campo de batalla
El ámbito universitario y estudiantil se ha convertido en uno de los principales frentes de esta disputa. La reciente transformación del histórico sindicato Ikasle Abertzaleak, que tras un congreso celebrado a finales de noviembre adoptó una nueva denominación y una identidad política más alineada con GKS, no ha sido un simple cambio estético. Ha supuesto un reposicionamiento claro y una ruptura con el espacio oficial de la izquierda abertzale.
Este movimiento ha tensado aún más la relación entre organizaciones juveniles, trasladando el conflicto a aulas, campus y centros educativos. La respuesta del sector vinculado a Ernai no ha sido la moderación, sino una intensificación del discurso identitario, con mensajes centrados en la independencia, el euskera y el choque político como ejes de movilización.
La consecuencia es una dinámica de competición permanente: quién convoca más gente, quién ocupa más espacio, quién eleva más el tono. Una carrera de radicalidad en la que el debate político queda relegado y se prioriza la exhibición de fuerza.
Acciones, reacciones y una espiral de tensión
En las últimas semanas se ha consolidado un patrón preocupante. A cada acción le sigue una reacción, y a cada episodio de tensión, una escalada posterior. Disturbios en entornos universitarios y barrios residenciales, actos de vandalismo, pintadas, sabotajes y señalamientos públicos se repiten con una sensación creciente de impunidad.
Algunas de estas acciones han sido grabadas y difundidas posteriormente como material propagandístico, reforzando la idea de que el conflicto no solo se libra en la calle, sino también en el terreno simbólico y comunicativo. Bajo el argumento de “desnormalizar” la situación política, se justifica la presión constante sobre el entorno social, aunque ello implique deteriorar la convivencia cotidiana.
El salto al tejido económico y social
La actividad de GKS en Navarra ha ido más allá de la protesta política convencional. En el Casco Viejo de Pamplona y en zonas con actividad turística se han producido campañas dirigidas contra empresas concretas, con ataques reivindicados desde su propio entorno. Este tipo de actuaciones sustituyen el debate político por el señalamiento, la intimidación y el vandalismo.
Cuando la confrontación adopta estas formas, el mensaje es claro: quien no se alinea con un determinado planteamiento ideológico puede convertirse en objetivo. Es una lógica que recuerda a etapas pasadas de kale borroka y que siempre acaba afectando a terceros ajenos al conflicto.
Gaztetxes, txoznas y control del territorio
Uno de los elementos que mejor explica la profundidad del enfrentamiento es la disputa por el control de gaztetxes y txoznas. No se trata solo de espacios simbólicos, sino de nodos de poder real: lugares desde los que se organiza la vida social, se canalizan recursos económicos y se ejerce influencia durante fiestas y eventos populares.
Cuando la pelea alcanza este nivel, la movilización deja de ser reivindicación y se convierte en una lucha por el territorio. En algunos municipios, la tensión ha llegado al extremo de enfrentamientos directos entre grupos por el control de estos espacios festivos, evidenciando que el conflicto va mucho más allá del debate ideológico.
Un riesgo para la convivencia
El efecto de esta escalada es tangible. Se amplía la brecha social, se normaliza la violencia como herramienta política y se transmite a la ciudadanía la idea de que el espacio público no se gana con argumentos, sino con presión y fuerza. Navarra vuelve así a asomarse a un escenario que muchos creían definitivamente cerrado.
No se trata del peso numérico de unas siglas u otras, sino del mensaje que proyectan sus prácticas. Cuando se acepta que la algarada, el sabotaje o la intimidación forman parte del juego político, la democracia se resiente y la convivencia se erosiona. Y ese es un coste que acaba pagando toda la sociedad, especialmente una juventud que necesita soluciones reales y no guerras internas por el control de la calle.
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