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¿Mayoría progresista?

"Ojalá que la mayoría verdaderamente progresista, la que defiende el espíritu de concordia de la Transición, tanto desde la sociedad civil como desde el compromiso político, sea capaz de desactivar la apuesta por el frentismo y de propiciar la cooperación equitativa. Que no anula las discrepancias, por supuesto, pero las articula en el marco de un Estado social y democrático de derecho, que es a fin de cuentas un Estado de justicia."

Opinion 08 de febrero de 2025 Adela Cortina
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Adela Cortina

Cuando Pedro Sánchez se dirigió al jefe del Estado español, el rey Felipe VI, asegurando que contaba con la mayoría necesaria para presentar su candidatura a la presidencia del Gobierno con probabilidad de éxito, la calificó con un adjetivo que parecía contener la razón contundente por la que no solo era suficiente desde el punto de vista cuantitativo, sino también inapelable desde el cualitativo: era una mayoría progresista.

Ese ha venido siendo el mantra repetido hasta la saciedad, el argumento al parecer irrefutable para el triunfo.

Como algunas teorías del lenguaje aseguran que no puede asignarse a los términos un significado preciso, sino que el hablante debe utilizarlos teniendo en cuenta el efecto que van a causar en el público al que se dirige, de modo que vaya a crear adhesiones, nos encontramos entonces con términos vacíos, con lo que siempre se llamó flatus vocis.

Pero este proceder manipulador, tan viejo como la mala retórica, no es progresista, sino retrógrado. Por eso es necesario aclarar qué es lo progresista en asuntos esenciales de la vida compartida, por ejemplo, si es progresista optar por un modelo agregativo de democracia, como se está haciendo, o si esa opción es reaccionaria.

En efecto, en los años noventa del siglo pasado se produjo lo que dio en llamarse “el giro deliberativo de la democracia”, que defendieron un buen número de autores, a los que se consideró por ello progresistas. Entendían que la democracia es el gobierno del pueblo y que se expresa a través de la regla de la mayoría, pero también que el modo de llegar a esa mayoría es esencial.

Y en ese punto se enfrentaban sobre todo a los partidarios de la democracia agregativa, quienes consideraban que el individualismo es insuperable, que los individuos no construyen sus intereses socialmente, sino que ya los tienen y no pueden modificarlos a través del diálogo y la deliberación para intentar forjar una voluntad común.

Por tanto, el único modo de alcanzar una mayoría consistiría según ellos en sumar, en agregar los intereses individuales a través de votaciones, sin molestarse en intentar entablar diálogos que permitieran generar acuerdos.

Esta era la propuesta de un neoliberalismo trasnochado, convencido de que es imposible ir más allá de lo que Rousseau entendía como “voluntad de todos”, que es a la que se llega cuando cada quien persigue su propio interés, mientras que la voluntad general, clave para la democracia, es aquella en que los ciudadanos toman sus opciones buscando el bien común y no solo su propio bien. Desde esta perspectiva, no intentar el diálogo sería regresivo; la votación sería el fracaso de la deliberación.

Naturalmente, unas décadas más tarde estas afirmaciones parecen infantiles, y más aún en países como el nuestro. El Gobierno no tiene el menor interés en generar una voluntad común, hasta el punto de que el presidente ha dicho que el objetivo de la legislatura es construir un muro frente a un conjunto de españoles, a los que excluye como posibles interlocutores.

Esos interlocutores representan a la mayor parte del país, como mostraron las últimas elecciones, pero ni siquiera es eso lo más importante.

Lo peor es excluir a priori del diálogo a una parte sustancial del pueblo para tener las manos libres y comprar las voluntades particulares del número de grupos imprescindible para continuar gobernando, caiga quien caiga, pactando bilateralmente con unos y otros; diseñando acuerdos secretos que ya respaldará un Parlamento formado por aquellos que han vendido su voto, porque son las propuestas que ellos mismos han redactado a espaldas del resto.

El riesgo que se intenta eludir es bien claro: ¿y si hablando abiertamente con esos grupos vetados por definición resulta ser que hay más acuerdo del que al Gobierno le conviene para seguir en el poder? ¿Y si la ciudadanía española es mayoritariamente de centro, se siente identificada con su país y con su comunidad autónoma y está dispuesta a intentar descubrir acuerdos básicos que le permitan construir la vida juntos, dentro del marco de un Estado de derecho, con separación de poderes, que es una conquista de progreso irrenunciable?

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Siempre los autócratas han encontrado una añagaza para cortar el diálogo con una parte de los interlocutores potenciales: son judíos, son palestinos con Hamás infiltrado, son ucranios nazis. Pero un Gobierno no tiene ningún derecho a excluir del diálogo a una parte de la población, menos aún a construir un muro frente a ella. Eso es aporofobia en estado puro: tener en cuenta solo a los que pueden dar votos a cambio de prebendas.

Porque la aporofobia, el rechazo al pobre, no se refiere solo al que no tiene dinero, sino también al que no puede dar a cambio votos ni favores. Por eso interesan aquellos que tienen con qué intercambiar sus exigencias, y en esto los partidos y los grupos que hoy por hoy representan a las comunidades autónomas más poderosas llevan las de ganar.

Los partidos y los grupos de poder, no la gente de a pie. Las consecuencias son inevitables: ciudadanía de primera y de segunda, según la región. La quiebra de la igualdad y la solidaridad, que siempre fueron los valores del progreso, junto a la libertad.

Hasta el punto de que se exige no “judicializar” los asuntos, cuando la figura del juez ha significado el paso del estado de naturaleza, de lucha de todos contra todos, al Estado de derecho, en que las contiendas no se dirimen mediante la guerra, sino mediante la ley. Eludirlo es un retroceso de siglos, la vuelta al mundo de la fuerza, que puede convertirse en guerra abierta o en violencia encubierta. En ella siempre salen perdiendo los más débiles.

Una ley de amnistía es injusta, entre otras razones porque para que no lo fuera debería extenderse a cuantos han delinquido y no tienen la fuerza suficiente para obligar a borrar el delito. No hay equidad entonces, y eso es letal para un país.

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En el fondo, tal vez la imposibilidad de una democracia deliberativa consista en que para ponerla en marcha y mantenerla hay que entender y sentir la sociedad política como un modelo de cooperación, como “un sistema equitativo de cooperación a lo largo del tiempo, desde una generación hasta la siguiente”, como decía John Rawls. No un modus vivendi, sino un sistema de cooperación, en que todos deben conseguir ventajas de forma equitativa.

Pero cuando se toma la comunidad política como un lugar del que sacar provecho individual o grupal polarizando las posiciones para ganar poder, aunque con ello se consiga que la ciudadanía ni siquiera se atreva a expresar sus opiniones en la vida amistosa y familiar por miedo a que se produzcan disensiones violentas, entonces se han destrozado la democracia y la más elemental amistad cívica.

Ojalá que la mayoría verdaderamente progresista, la que defiende el espíritu de concordia de la Transición, tanto desde la sociedad civil como desde el compromiso político, sea capaz de desactivar la apuesta por el frentismo y de propiciar la cooperación equitativa. Que no anula las discrepancias, por supuesto, pero las articula en el marco de un Estado social y democrático de derecho, que es a fin de cuentas un Estado de justicia.

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