García Ortiz y la traición al principio de imparcialidad: De escándalo en escándalo, y sigue sin pasar nada

La gravedad del caso va mucho más allá de una simple discrepancia interna. El fiscal propuesto, cuya identidad permanece oficialmente oculta, pertenece a la Unión Progresista de Fiscales (UPF), la misma asociación que presidió el propio García Ortiz

Corrupción23 de abril de 2025Impacto España NoticiasImpacto España Noticias
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Álvaro García Ortiz, Pedro Sanchez

En una jugada sin precedentes que ha encendido todas las alarmas dentro del Ministerio Fiscal, el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha decidido ignorar la oposición mayoritaria del Consejo Fiscal y proponer el nombramiento de un fiscal de su entorno más próximo para un cargo de máxima sensibilidad.

El movimiento, además de desatar una rebelión sin paliativos dentro de la institución, plantea serias dudas sobre la neutralidad del Ministerio Público en un momento en que el propio García Ortiz se encuentra imputado por un presunto delito de revelación de secretos.

La gravedad del caso va mucho más allá de una simple discrepancia interna. El fiscal propuesto, cuya identidad permanece oficialmente oculta, pertenece a la Unión Progresista de Fiscales (UPF), la misma asociación que presidió el propio García Ortiz antes de llegar a la jefatura del Ministerio Público.

Esta coincidencia no es inocente: el cargo en cuestión tendrá capacidad para interpretar y fijar criterios sobre delitos como la revelación de secretos. Exactamente el tipo penal por el que el fiscal general está siendo investigado por el Tribunal Supremo.

Un nombramiento con nombre y delito
El pasado 22 de abril, siete de los nueve vocales electivos del Consejo Fiscal —órgano consultivo que representa a la carrera fiscal— exigieron la abstención del fiscal general en la votación, invocando el artículo 31.3 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, que establece la obligación de inhibirse en casos de interés personal. García Ortiz hizo caso omiso y siguió adelante con la propuesta.

Este acto no solo desafía una norma básica del ejercicio fiscal, sino que representa un desprecio frontal a los principios de legalidad, independencia e imparcialidad recogidos en el artículo 124 de la Constitución Española. Se trata de una maniobra que mina la credibilidad institucional en su raíz y convierte un cargo de confianza pública en un instrumento de autoprotección personal.

La justicia como escudo personal
La imputación de García Ortiz no es menor. El fiscal general está siendo investigado por la presunta filtración de correos electrónicos relacionados con la investigación por fraude fiscal de Alberto González Amador, pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Este presunto delito de revelación de secretos —recogido en el artículo 417 del Código Penal— afecta directamente a la función pública y al deber de confidencialidad institucional.

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Lo más escandaloso, sin embargo, no es solo el fondo del asunto, sino la estrategia adoptada: lejos de apartarse por ética o prudencia, el fiscal general maniobra para designar a un fiscal de su entorno que podría intervenir en decisiones clave sobre ese mismo tipo delictivo.

Rebelión institucional y descrédito ciudadano
La Asociación de Fiscales (AF), mayoritaria en el Consejo Fiscal, ha denunciado abiertamente el conflicto de intereses y ha acusado a García Ortiz de anteponer sus intereses personales a los de la institución. La Asociación Profesional e Independiente de Fiscales (APIF) ha ido más allá y ha solicitado su suspensión provisional para evitar que su influencia distorsione la investigación judicial.

En las redes sociales, la indignación ha sido masiva. Numerosos ciudadanos consideran que esta operación representa una “justicia corrompida” y que García Ortiz “se ríe en la cara” de quienes aún creen en la legalidad como pilar de la convivencia democrática. Los medios de comunicación reflejan esta percepción con titulares demoledores sobre el deterioro de la Fiscalía y su independencia.

El precio de la impunidad
Este episodio no es solo una crisis institucional: es un escándalo jurídico que amenaza con sentar un precedente devastador. Si el fiscal general puede designar a dedo a fiscales que afecten directamente a causas donde él mismo es parte, ¿qué queda del principio de separación de poderes? ¿Qué garantía tienen los ciudadanos de que la ley se aplicará sin favoritismos?

El riesgo es claro: una Fiscalía que, en lugar de velar por la justicia, se convierte en un instrumento de autoprotección de quien la dirige.

¿Una justicia para todos… o solo para algunos?
Aún más inquietante ha sido el comportamiento de García Ortiz ante el juez que lo investiga. En un giro que parece más propio de un guion satírico que de una democracia consolidada, el fiscal general ha logrado que tanto la Fiscalía como la Abogacía del Estado lo defiendan en el proceso penal abierto en su contra.

Es decir, dos instituciones públicas —sostenidas con dinero de todos los ciudadanos— están actuando como escudo legal del máximo responsable del Ministerio Público, imputado por un delito que precisamente atenta contra la integridad de esas mismas instituciones.

La pregunta es inevitable: si el fiscal general puede invocar esa protección institucional en beneficio propio, ¿por qué no podría hacerlo cualquier ciudadano? ¿No sería razonable que quien enfrente una acusación penal solicite también el amparo legal de la Fiscalía o la representación de la Abogacía del Estado? ¿O es que la igualdad ante la ley es solo una quimera retórica cuando se trata de los que están en la cúpula del poder?

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Un camino hacia la politización absoluta
La UPF, tradicionalmente vinculada a posiciones progresistas dentro de la carrera fiscal, queda también señalada. Aceptar sin reparos este nombramiento equivale a convalidar una estrategia de blindaje personal. Y aunque hasta ahora ha sido un apoyo habitual de García Ortiz, esta maniobra podría arrastrarla al descrédito junto con él.

España no puede permitirse esta deriva. El Ministerio Fiscal no puede convertirse en un refugio de impunidad para quienes ostentan el poder. Es responsabilidad del Tribunal Supremo, y de las instituciones democráticas, frenar este atropello antes de que el daño sea irreversible.

Porque en un Estado de derecho, la ley no puede ser selectiva. Y mucho menos puede ser manipulada desde dentro por quien debería ser su primer defensor.

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