
El corrupto Pedro Sanchez ya no conoce a Santos Celdrán
Uno de los compromisos más recordados de Pedro Sánchez durante su ascenso político fue su promesa de que “todo euro robado por la corrupción será devuelto a las arcas públicas
El presidente ha demostrado en múltiples ocasiones que su animadversión contra el PP de Madrid —y contra Ayuso en particular— trasciende la lógica política y bordea la obsesión personal
Noticias15 de mayo de 2025 Salvador GimenezEn la política española reciente, pocos episodios reflejan con tanta claridad la utilización del aparato del Estado con fines partidistas como el que protagonizó Pedro Sánchez en febrero de 2021.
A raíz de una exclusiva publicada por EL MUNDO, el presidente del Gobierno no dudó en activar una ofensiva fulminante contra el Partido Popular de Madrid, en lo que no puede interpretarse de otra manera más que como una operación política cuidadosamente orquestada, y no como una respuesta institucional ante hechos supuestamente graves.
La revelación de contactos entre el abogado del PP y un intermediario de Luis Bárcenas bastó para que Sánchez diera la orden —literal— de “martillear ese clavo”. En lugar de actuar como jefe del Ejecutivo de todos los españoles, reaccionó como jefe de campaña del PSOE. La estrategia fue inmediata: dirigir el foco contra el PP de Isabel Díaz Ayuso, utilizar los medios afines, movilizar a su partido y explotar el caso mediáticamente, pese a que los hechos relatados databan de años anteriores y estaban matizados por versiones contradictorias de los implicados.
El uso político de la Justicia: una constante en el sanchismo
Pedro Sánchez no solo instrumentalizó la información publicada; la amplificó, la manipuló y la convirtió en munición contra sus adversarios. En los mensajes privados filtrados, el presidente no mostró interés en verificar la veracidad de las acusaciones ni en exigir prudencia o respeto al proceso judicial. Al contrario, instruyó a sus colaboradores para pedir dimisiones inmediatas y lanzar una campaña agresiva. Su orden a José Luis Ábalos fue clara: “Habla con (José Manuel) Franco y mañana a saco”.
No hubo presunción de inocencia. No hubo interés en la verdad judicial. Solo hubo estrategia electoral.
Sánchez convirtió un hecho dudoso y sin consecuencias jurídicas en una bomba política para dañar a su mayor amenaza en ese momento: la Comunidad de Madrid y el liderazgo emergente de Isabel Díaz Ayuso. La presidenta madrileña, que ya había demostrado capacidad de liderazgo y fortaleza política en plena pandemia, se había convertido en la piedra en el zapato del sanchismo. Y había que eliminarla, o al menos desgastarla, por todos los medios posibles.
¿Qué decía realmente la exclusiva de EL MUNDO?
La información publicada hablaba de encuentros entre el abogado del PP, Jesús Santos, y un empresario amigo de Bárcenas, Agustín D., entre 2017 y 2019. Los hechos ocurrieron antes y durante la presidencia de Pablo Casado. Fueron confirmados por todas las partes, pero nunca se demostró que esas reuniones tuvieran el objetivo de alterar o influir en procesos judiciales. Enrique López, que hizo de mero puente entre dos conocidos, negó tajantemente cualquier mediación, al igual que el propio abogado del PP.
Incluso si se considerara inapropiado el contacto, no hay ni rastro de ilegalidad ni de intervención alguna para alterar el curso de la justicia. Pero eso a Sánchez no le importó. Le bastó una sospecha, una media verdad, para lanzar una tormenta política.
Una obsesión que roza lo patológico
El comportamiento de Sánchez en este episodio no puede interpretarse como un desliz, sino como un patrón. El presidente ha demostrado en múltiples ocasiones que su animadversión contra el PP de Madrid —y contra Ayuso en particular— trasciende la lógica política y bordea la obsesión personal. La presidenta madrileña representa todo lo que él no puede controlar: independencia, éxito electoral, cercanía con la ciudadanía y una línea política opuesta al intervencionismo del sanchismo.
La reacción de Sánchez recuerda a la de un líder que no tolera la disidencia ni la competencia. Su obsesión con Madrid es tan evidente que ha convertido a esta comunidad autónoma en el blanco preferido de sus ataques, desde el control del sistema sanitario hasta los impuestos, pasando por los medios públicos y los jueces. No importa si las acusaciones son infundadas o desproporcionadas: lo único relevante es el desgaste político del rival.
¿Justicia o guerra política?
Lo más preocupante no es que un presidente critique a un adversario. Eso entra dentro de lo legítimo en democracia. Lo alarmante es que use información parcial, la difunda con tintes conspiranoicos y active toda la maquinaria del Estado —desde Moncloa hasta los medios públicos y órganos judiciales afines— para destruir al oponente sin base probatoria.
Este uso perverso del poder es síntoma de un deterioro democrático profundo. Cuando el líder del Ejecutivo actúa con esa ligereza, sin respeto por la verdad ni por los límites institucionales, se cruza una línea peligrosa. La política se convierte en guerra, y el adversario pasa a ser tratado como un enemigo a destruir.
El "a por ellos" de Sánchez
Cuando Sánchez dijo “alucinante. A por ellos”, no se refería a buscar la verdad ni a depurar responsabilidades. Se refería a aprovechar una oportunidad política para golpear al PP de Madrid, sin importar las consecuencias institucionales, personales o democráticas. Su actitud en este caso es reveladora de un estilo de liderazgo cada vez más autoritario, vengativo y basado en el cálculo político más descarnado.
Pedro Sánchez no actuó como presidente del Gobierno. Actuó como el jefe de una operación de demolición. Y eso, en democracia, es más preocupante que cualquier supuesto escándalo del pasado.
Epilogo: El transfuguismo como herramienta de poder
No deja de ser irónico —e indignante— que el mismo Pedro Sánchez que se rasga las vestiduras por los supuestos contactos entre el PP y Bárcenas, se haya mostrado dispuesto a pactar con tránsfugas y recomponer mayorías por la puerta de atrás en varias comunidades autónomas.
Esta práctica, conocida como transfuguismo, supone romper la voluntad de los votantes expresada en las urnas para fabricar gobiernos artificiales mediante acuerdos con representantes que traicionan a sus partidos de origen.
Desde Castilla y León hasta Murcia o Canarias, el PSOE ha explorado e intentado fórmulas de poder apoyándose en representantes que abandonaban sus formaciones, buscando investir presidentes a toda costa, aún a riesgo de dinamitar la confianza ciudadana en las instituciones. El caso de Murcia en 2021 fue paradigmático: el intento de una moción de censura con el apoyo de tránsfugas de Ciudadanos fue visto por muchos como un golpe político ilegítimo, urdido desde La Moncloa.
Este comportamiento representa una estafa al votante. Significa utilizar la representación política como una moneda de cambio, sin escrúpulos, sin ideología y sin respeto alguno por el principio básico de la democracia: que el ciudadano elige gobiernos, no los fabricantes de mayorías parlamentarias en despachos oscuros.
El uso del transfuguismo como herramienta de poder es, ni más ni menos, corrupción política, aunque no penal, sí profundamente moral. Y cuando quien lo practica es el presidente del Gobierno, la gravedad es aún mayor.
Pedro Sánchez ha demostrado estar dispuesto a lo que sea para mantener el poder: aliarse con herederos de ETA, negociar con prófugos de la justicia, comprar voluntades parlamentarias y utilizar tránsfugas como piezas de ajedrez. Y luego, sin rubor, se presenta como guardián de la ética institucional frente a los escándalos del PP.
Este doble rasero es insostenible. No estamos ante un presidente que defienda la regeneración, sino ante un líder que ha convertido el poder en su único principio rector, aunque para ello tenga que dinamitar la credibilidad del sistema democrático.
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