¿Y si dejamos de ser tolerantes con los imbéciles?

"La tolerancia llegará a tal nivel que a las personas inteligentes se les prohibirá pensar para no ofender a los idiotas" Fiódor Dostoyevski

Opinion 08 de julio de 2025 Lisandro Prieto Femenía
OIP
“Intolerante”

Para adentrarnos en la crítica a la tolerancia a la imbecilidad, es fundamental delimitar el concepto que nos ocupa. El término “imbécil” proviene del latín “imbecillus”, que significa “débil”, “sin báculo” o “sin apoyo”. Originalmente, se refería a una debilidad física o mental general, a alguien que carecía de la fortaleza para sostenerse por su cuenta. Con el tiempo, su significado evolucionó para designar a una persona de entendimiento limitado, con escaso juicio o sensatez, o que se comporta de manera necia.

En el contexto de este artículo, no aludimos a una condición clínica o un juicio de valor inherente a la persona, sino a la manifestación de opiniones infundadas, irracionales o perjudiciales que carecen de sustento lógico o empírico, y que, por su naturaleza, no pueden “sostenerse” por sí mismas ante el mínimo escrutinio de la razón.

En la compleja trama de la posmodernidad, nos enfrentamos a un desafío paradójico: mientras que se predica una tolerancia irrestricta, se desdibuja la línea entre  la diversidad de pensamiento y la validación acrítica de la imbecilidad. La noción de que “todas las opiniones son igualmente válidas” ha permeado el discurso público, generando un relativismo epistemológico que amenaza los cimientos de la razón crítica y la búsqueda de la verdad. Pues bien, hoy intentaremos sostener que la regla de demarcación de la tolerancia debe ser la razón, la objetividad y la sensatez, y no una aceptación indiscriminada que diluye el rigor intelectual.

El auge de la posverdad, un fenómeno intrínsecamente ligado a la posmodernidad, ha erosionado la confianza en los hechos, la experiencia y la experticia. Las “narrativas” y “percepciones” a menudo se equiparan con la realidad, y la subjetividad se eleva a la categoría de verdad. Este clima no ha hecho otra cosa que propiciar la proliferación de la imbecilidad, entendida no como una deficiencia intelectual inherente, sino como la manifestación orgullosa de portar opiniones infundadas, irracionales o perjudiciales, disfrazadas de “perspectivas alternativas”.

Autores diletantes como Jean-François Lyotard, uno de los principales teóricos de la posmodernidad, señalaron el fin de los “grandes relatos” o metanarrativas, que antes proveían un marco de sentido y legitimidad al conocimiento. En su obra “La condición posmoderna: informe sobre el saber” (1979), Lyotard argumenta que “la ciencia posmoderna no legitima su existencia por la búsqueda de la utilidad, sino por su eficiencia y su performatividad” (p.27).

Si bien él no abogaba directamente por la aceptación de la imbecilidad, su énfasis en la fragmentación del saber y la desconfianza hacia las instituciones tradicionales sentó las bases para un terreno fértil donde la validez de cualquier afirmación podía ser cuestionada, incluso aquellas respaldadas por la evidencia.

Evidentemente, estamos hablando, siempre con desprecio, de perspectivas filosóficas que son una justificación de la tolerancia a la estupidez, puesto que algunos autores de esta patética era ha promovido una visión radical de la diversidad, donde toda voz tiene exactamente el mismo peso. Judith Butler, por ejemplo, en su análisis de las identidades y los discursos, podría ser malinterpretada para argumentar que la misma noción de “verdad” es una construcción de poder, lo que podría llevar a relativizar cualquier juicio sobre la validez de una opinión.

 Aunque su obra se centra en intentar desmantelar normatividades opresivas, una lectura simplificada podría derivar en la idea de que cualquier discurso, sin importar su fundamento, es igualmente válido.

Ahora bien, nosotros percibimos que la tolerancia indiscriminada a la imbecilidad conlleva a graves peligros que socavan los pilares de una sociedad justa y racional. Cuando se equiparan todas las opiniones, sin importar el fundamento, se produce una pérdida de la objetividad, haciendo imposible distinguir entre el conocimiento genuino y la charlatanería. Esto, a su vez, afecta la justicia, pues las decisiones no se basan en hechos o argumentos sólidos, sino en la popularidad o el sentimiento. Incluso, la moral se ve comprometida, ya que la ausencia de un estándar racional para juzgar las ideas puede llevar a la normalización de comportamientos o pensamientos que, bajo un escrutinio acrítico masificado, serían considerados perjudiciales.

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Un peligro adicional, y quizás el más insidioso en la actualidad, es la erosión de la equidad. A menudo, bajo el manto de una supuesta tolerancia o pluralismo de cotillón, ciertas modas progresistas o agendas mediáticas ejercen una presión considerable, incluso violenta, para imponer el régimen de lo “políticamente correcto” que nos obliga a tolerar estupideces a diario. Esta dictadura no busca la comprensión o el debate profundo de ideas, sino la adhesión forzada a ciertos dogmas, castigando la disidencia o cualquier atisbo de pensamiento crítico y autónomo. El resultado, un ambiente donde la crítica racional se confunde con la intolerancia, y la verdad se sacrifica en el altar de la corrección superficial.

Consideremos, por ejemplo, el auge de las teorías conspirativas sin ninguna base empírica, como la creencia de que la Tierra es plana o que las vacunas causan autismo. La tolerancia acrítica a estas ideas, incluso en el seno mismo del ámbito médico, bajo el pretexto de respetar todas las perspectivas, no sólo no es inofensiva, sino que tiene consecuencias directas y perjudiciales para la salud pública y la capacidad de la sociedad para abordar problemas reales y acuciantes.

Otro ejemplo paradigmático es la insistencia en ciertos discursos identitarios que, en su afán por validar todas las experiencias subjetivas, llegan a negar la biología o hechos científicos fundamentales, promoviendo una visión de la realidad basada exclusivamente en la percepción personal sin posibilidad de crítica externa. Cuando se prohíbe el debate o la formulación de preguntas sobre estas cuestiones, bajo la amenaza de ser tildado de “discriminador” o
“intolerante”, se impone una ortodoxia que asfixia la razón y la búsqueda de la verdad.

Frente a esta marea de relativismo y las imposiciones ideológicas, emergen voces críticas que insisten en la primacía de la razón y la necesidad de establecer límites a la tolerancia. Y sí, tenemos que salir de nuestra era y acudir a filósofos de la tradición de la Ilustración, como Immanuel Kant, que habrían rechazado categóricamente la idea de que todas las opiniones son igualmente válidas. Para Kant, la razón era la facultad fundamental tanto para el conocimiento como para la moral.

Su famosa máxima “¡Atrévete a saber!” (Sapere aude!) de su obra titulada “¿Qué es la Ilustración?” (1784), enfatiza la importancia de usar la propia razón sin la guía de otros que nos coaccionen. Este imperativo kantiano implica una responsabilidad individual de someter las ideas al escrutinio crítico, en lugar de aceptarlas pasivamente o a punta de pistola.

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Más cercano a nuestro tiempo, Karl Popper ha defendido vehementemente la importancia de la demarcación en el ámbito del conocimiento. En su obra “Cojeturas y refutaciones” (1963), introdujo el concepto de falsabilidad como criterio para poder distinguir la ciencia de la pseudociencia. Si bien su enfoque principal era la ciencia, la implicación es clara: no todas las afirmaciones son igualmente válidas. Una teoría es científica si puede ser refutada por la experiencia, lo que implica un compromiso con la objetividad y la posibilidad de demostrar el error.

En sus propias palabras, indicó que “el falsacionismo es una condición necesaria, aunque no suficiente, para la racionalidad del método científico” (p. 39),  lo cual es crucial para nuestra discusión justamente porque la tolerancia no debe extenderse a aquellas ideas que son inherentemente infalsables, irracionales o que se niegan a ser sometidas al examen crítico.

Otro crítico acérrimo del relativismo, aún más cercano a nuestros días pero totalmente ajeno, es Jürgen Habermas, quien, desde su teoría de la acción comunicativa, propone un ideal de comunicación donde las ideas se sometan a un discurso racional en el que se busque el consenso basado en la mejor argumentación y fuerza del argumento sólido. En su “Teoría de la acción comunicativa” (1984),

Habermas sostiene que “la validez de las pretensiones de validez, explícitas o implícitas, que se plantean en la comunicación, se decide en última instancia por la argumentación” (Vol. 1, p. 45). Como podrán apreciar, queridos lectores, para él la comunicación efectiva y racional no permite la validación de cualquier opinión, sino que exige que las pretensiones de validez sean fundamentadas y susceptibles a ser criticadas: algo que hoy, está prohibido.

En este mundo, abarrotado y saturado de información basura, donde la desinformación y las falsas noticias campan a sus anchas, la capacidad de discernir entre lo sensato y lo insensato se vuelve crucial. La razón crítica no es una herramienta de exclusión, sino un filtro indispensable para el progreso intelectual y social. Tolerar la imbecilidad sin límite es renunciar a la posibilidad de construir conocimiento sólido y de tomar decisiones informadas.

 En este sentido, la objetividad, si bien es un ideal difícil de alcanzar en su pureza absoluta, sigue siendo un faro que guía la búsqueda de la verdad. Negarla completamente en favor de una subjetividad radical es caer en el solipsismo y la incomunicación. La sensatez, por su parte, implica un apego a la realidad, una capacidad de distinguir lo plausible de lo absurdo y ridículo.

Para concluir, estimados lectores, es necesario indicar que la posmodernidad nos ha invitado a cuestionar algunas certezas y abrazar ciertas diversidades. Sin embargo, no debe ser una excusa para abdicar de la responsabilidad intelectual. La tolerancia, para ser virtuosa, debe ser consciente y discriminatoria en un buen sentido, a saber, el de tener la capacidad de distinguir.

No se trata de suprimir el disenso o las perspectivas que se venden como minoritarias mientras que en realidad son masivas, sino de exigir que las opiniones, cualquiera que sean, se sometan al tribunal de la razón, la evidencia y la coherencia lógica. Sólo así es posible construir una sociedad donde el diálogo constructivo prevalezca sobre el ruido de la imbecilidad y donde la razón, no la imposición ideológica, guíe nuestro camino.

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