Del macartismo a la cultura apolítica posmoderna

“La cruzada anticomunista destruyó las libertades civiles, silenció la disidencia y arruinó vidas y carreras” Ellen Schrecker, Muchos son los crímenes (1998, p. 3)

Opinion 11 de diciembre de 2025 Lisandro Prieto Femenía
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La cruzada anticomunista

El macartismo, entendido no sólo como un episodio histórico de persecución en los Estados Unidos durante las décadas de 1940 y 1950, sino como un paradigma político-cultural de estigmatización del disenso, ofrece una clave interpretativa fundamental para comprender la génesis y la naturalización del desprecio hacia la participación ciudadana en la política.

El fenómeno original- la caza de “subversivos” mediante listados, audiencias y despidos- mostró con brutal eficacia cómo un aparato moral y mediático logra convertir el compromiso ciudadano en sinónimo de peligro social.

A este respecto, la historiadora Ellen Schrecker nos recuerda que la caza de brujas no fue un incidente aislado, tal como lo podemos apreciar en la cita textual del epígrafe del título (Schrecker, 1998, p. 3). Esta observación nos exige reflexionar sobre la continuidad de sus efectos: no sólo el daño inmediato a los perseguidos, sino la sedimentación de una sensibilidad colectiva que, a largo plazo, asocia la acción política al riesgo, peligro, marginalidad y ruina personal.

Si aceptamos la formulación de Schrecker como un diagnóstico de la época, entonces es posible argumentar que el macartismo produjo una externalidad cultural duradera, en tanto normalización de la apoliticidad como mecanismo de autoprotección. Sin embargo, este trasvase no ocurrió por simple inercia histórica puesto que requirió la acción intencional de las instituciones políticas, mediáticas y económicas que vieron en la desmovilización ciudadana una ventaja estratégica para la preservación del statu quo.

La apolítica, por consiguiente, no es solamente la ausencia de lo político, sino su desplazamiento hacia una esfera de resignación e indiferencia inducida. Al respecto, el sociólogo Richard Hofstadter, al analizar las corrientes conservadoras americanas, ya nos había advertido que el anticomunismo podía convertirse en una “forma de vida intelectual y política” (Hofstadter, 1964, p. 5), sugiriendo que el efecto perdurable fue la creación de hábitos cognitivos y afectivos que desincentivan la participación crítica.

Trasladada a Hispanoamérica y Europa, esta formación afectiva y normativa experimentó reconfiguraciones específicas, pero mantuvo su lógica esencial: estigmatizar al participante crítico y presentar la abstención como una virtud “prudente”. Así nos fue…

Puntualmente en Hispanoamérica, donde las memorias de represión estatal, golpes de Estado y censura son recientes, la lección fue doblemente severa: participar podía significar persecución directa y muerte. Además, los discursos hegemónicos se encargaron de asociar la politización con el radicalismo o la violencia.

Como señaló Boaventura de Sousa Santos respecto a las formas contemporáneas de exclusión, la marginalización política está profundamente entretejida con proyectos epistémicos y sociales que deslegitiman saberes y actores alternativos: “En la modernidad, la exclusión no es solamente política y económica; es también epistémica” (Santos, 2010, p. 15). De esta forma, la apolítica se alimenta tanto de memorias traumáticas como de estrategias discursivas que amplifican temores y consolidan la distancia entre la ciudadanía y la deliberación pública.

En Europa, por su parte, la dinámica fue sutilmente distinta pero afín en el resultado. Tras la Segunda Guerra Mundial, la construcción de la estabilidad democrática implicó el confinamiento del debate público dentro de los parámetros consensuales que excluían alternativas consideradas subversivas. 

Jürgen Habermas, aún siendo un férreo defensor del espacio público racional, señaló las consecuencias perniciosas de un espacio mediado por intereses económicos que vacían la deliberación ciudadana: la “colonización del mundo de la vida por el sistema” erosiona la capacidad de la sociedad civil para reproducir normas y legitimidad (Habermas, 1987/1992, p. 172). Desde esta perspectiva, la apoliticidad tiene, pues, un origen estructural: no se trata solo de un miedo individual, sino de condiciones materiales y mediáticas que hacen de la abstención la opción más fácil y aparentemente racional.

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El efecto más corrosivo de esta cultura apolítica es la exclusión- a menudo deliberada- de ciudadanos capacitados, empáticos y competentes. Este proceso opera mediante una combinación de técnicas: el etiquetado, el desprestigio profesional, la sensación de peligro personal, la mercantilización de los espacios públicos, y la canalización de la educación cívica hacia una gestión técnica y despolitizada de los asuntos comunes.

Recordemos que Hannah Arendt, al analizar la esfera pública y la acción, remarcó la naturaleza esencial de la política como el espacio donde la libertad y la pluralidad se realizan: “la política aparece donde los hombres actúan juntos, hablan y actúan en común” (Arendt, 1958/1998, p. 7). Así, la apatía por lo político fragmenta esta acción compartida y relega la labor pública a una tecnocracia dirigida por inútiles que, inevitablemente, vela por la continuidad de estructuras ya existentes, dificultando el acceso de agentes transformadores.

En este punto de la reflexión, tenemos que analizar, entonces, los mecanismos contemporáneos de adoctrinamiento en la apolítica y cómo combinan estrategias institucionales, culturales y afectivas para lograr sus objetivos.

En primer lugar, la industria mediática y las plataformas de información tienden a reducir la política a un show o a conflictos personales, desviando la deliberación sobre los fines comunes hacia el consumo de titulares sensacionalistas. Como ha demostrado Robert W. McChesney, la cobertura superficial y centrada en el escándalo y en el espectáculo produce, de hecho, desafección y cinismo (McChesney, 1999).

En segundo lugar, los sistemas educativos que priorizan la instrucción cívica como memorización de reglas institucionales, en lugar de como formación del juicio público, favorecen activamente la pasividad. Sobre este particular, John Dewey sostenía que la democracia exige un tipo de educación que fomente la capacidad de juicio crítico y la cooperación (Dewey, 1916/2010). Por lo tanto, cuando la pedagogía falla, la política se experimenta como un terreno ajeno.

En tercer lugar, la fragmentación laboral y las exigencias de la vida cotidiana transforman la participación en un coste personal desproporcionado en términos de tiempo, seguridad laboral y reputación expresándose en lastimosas letanías como: “estoy tan ocupado con mi vida privada que no tengo tiempo de ocuparme de los asuntos públicos”.

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Finalmente, las campañas de desprestigio y las legislaciones punitivas- herederas directas de prácticas macartistas- persisten en formas más sutiles, como listas negras informales, vetos profesionales, descréditos en redes sociales y presiones institucionales, lo que refuerza la narrativa de que la participación es arriesgada y poco rentable.

A esto, debemos añadir una dimensión que es crucial: la emocional. El odio inoculado al activismo no es únicamente una cuestión de miedo, sino que  se trata de un afecto dirigido y cultivado que amalgama el desprecio por el otro, el temor a la diferencia y una aspiración a una paz social mantenida a cualquier precio.

En este sentido, Martha Nussbaum ha demostrado con rigor cómo las emociones públicas moldean las instituciones y las políticas, y cómo las narrativas del miedo y el desprecio facilitan exclusiones morales (Nussbaum, 2013). De ahí que la despolitización arraigue también cuando la afectividad colectiva privilegia la calma aparente sobre la justicia distributiva y la confrontación ética.

Frente a este diagnóstico, se impone una crítica normativa: la participación política debe ser considerada no sólo como un deber formal, sino una condición ética indispensable para la justicia y la realización de la vida comunitaria. Si aceptamos, siguiendo a Arendt, que la pluralidad y la acción son constitutivas de la vida política, entonces la cultura apolítica constituye una forma de pobreza humana y cívica que empobrece tanto a las comunidades como a los individuos por igual.

Además, la exclusión de quienes están capacitados para el bien común vulnera la legitimidad misma de las instituciones: cuando los mejores (entendidos como aquellos con capacidades prácticas y morales para el bien común) son mantenidos al margen mediante mecanismos de estigmatización, las instituciones quedan a merced de intereses particulares, mafias decadentes de inútiles totalmente corrompidos y de burocracias despolitizadas.

La pregunta práctica que nos podríamos hacer aquí es la siguiente: ¿cómo contrarrestar la herencia macartista y la carencia de participación política actual sin recurrir a una pura retórica de exhortación? La respuesta requiere un planteamiento integrado.

En primer lugar, transformar la educación cívica hacia prácticas deliberativas que cultiven la argumentación, la escucha y la responsabilidad compartida. En segundo lugar, reformar los mediadores públicos para priorizar la deliberación de calidad, fomentando el periodismo investigativo y limitando la mercantilización de la agenda pública.

En tercer lugar, diseñar estrategias institucionales que apunten a la protección de la pluralidad real y que reduzcan los costos personales en la participación política: leyes anti-discriminación política en el empleo, mecanismos de protección para denunciantes de atropellos y marcos de seguridad social que amorticen los riesgos asociados al activismo cívico. 

Es cierto, querido lector, estas propuestas no eliminan la dificultad de la acción política, pero al menos se atreven a sugerir una reducción a la eficacia del miedo y del desprestigio como herramientas de exclusión en manos de degenerados con poder perenne.

No obstante, es necesario señalar que la crítica debe mantenerse atenta frente a una tentación autoritaria: el elogio de la participación tampoco puede transformarse en una coacción moral que atosigue a quienes legítimamente eligen otros modos de vida político-culturales. La distinción entre la abulia cívica inducida (producto del miedo y la manipulación) y la apolítica reflexiva (una elección consciente) es crucial. Una democracia madura debe tolerar el retiro crítico, pero distinguirlo siempre de la desmovilización promovida por estrategias de poder.

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La herencia del macartismo revela que el combate contra la apolítica no es solo técnico o estructural, sino ético y estético, justamente porque requiere reconstruir imaginarios de lo público en los que la acción conjunta aparezca como valiosa, digna y posible. En suma, resultan imprescindibles prácticas culturales que re-humanicen el debate, que transformen la enemistad en desacuerdo argumentado y que desafíen los relatos que asocian peligro a la diferencia.

Ante este panorama, la tarea normativa es doble: desmantelar los mecanismos de exclusión y cultivar instituciones y prácticas que hagan la participación atractiva y segura. La reflexión final se impone, no como un resumen, sino como una apertura a la acción ética. La primera tarea que le cabe al ciudadano consciente es la de afinar el juicio para distinguir en la comunidad inmediata entre una retirada política que es legítima y aquella apolítica que es inducida por el miedo o la coacción sistémica.

¿Cómo asegurar, de hecho, que la desmovilización masiva no sea el resultado de un terrorismo suave y estructural, y que la abstención sea una elección crítica y no una rendición? El desafío ético se complejiza al enfrentar el futuro de la acción cívica: ¿es posible que la imaginación política construya formas de participación que no reproduzcan los antagonismos profundos y destructivos, pero que al mismo tiempo garanticen la justicia distributiva y la pluralidad irrenunciable en el espacio público?

También, es preciso interrogar si los cambios concretos en la educación y en el ecosistema mediático que hemos propuesto precedentemente serían, en efecto, suficientes para revertir décadas de desmovilización sin caer en la instrumentalización de la ciudadanía para fines partidistas.

Más aún, la fragilidad de la reputación digital y la persistencia de mecanismos informales de desprestigio obligan a la sociedad a pensar en las garantías institucionales necesarias para que quienes hoy son excluidos por su activismo puedan incorporarse efectivamente a la vida pública sin sufrir represalias o ruina profesional. La superación del legado macartista, en definitiva, demanda una acción tan profunda en las estructuras como en las subjetividades.

Referencias

Arendt, H. (1998). La condición humana (2.ª ed.). Paidós. (Obra original publicada en 1958). Dewey, J. (2010). Democracia y educación. Morata. (Obra original publicada en 1916). Habermas, J. (1992). Teoría de la acción comunicativa. Vol. 2: Crítica de la razón funcionalista. Taurus. (Obra original publicada en 1987). Hofstadter, R. (2009). El estilo paranoico en la política estadounidense. Anagrama. (Obra original publicada en 1964). McChesney, R. W. (1999). Rich media, poor democracy: Communication politics in dubious times. University of Illinois Press. Nussbaum, M. (2013). Emociones políticas: ¿Por qué el amor importa para la justicia? Paidós. Santos, B. de S. (2010). Descolonizar el saber, reinventar el poder. CLACSO. Schrecker, E. (1998). Many are the crimes: McCarthyism in America. Little, Brown and Company. Sunstein, C. R. (2011). República.com 2.0. Ariel. (Obra original publicada en 2009). Walzer, M. (1984). Esferas de la justicia: Una defensa del pluralismo y la igualdad. Cátedra. (Obra original publicada en 1983). Young, I. M. (2002). Inclusión y democracia. Alianza. (Obra original publicada en 2000).

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