Los partidos son sectas (y juntas de ladrones)
Los partidos políticos son las sectas propias de una época sin Dios, que fabrican pasiones colectivas para enardecer a sus adeptos e impedir que se oiga la voz de la justicia y de la verdad
Convertido en una flagrante cleptocracia en fase de metástasis, en el partido de Estado se produce, al fin, una dimisión, tras la publicación en ABC de la impresionante exclusiva de Javier Chicote.
Pero, ¡ay!, resulta que el dimisionario –el único político que dimite, con la conformidad y aun el apremio indignado de sus correligionarios– es alguien que no delinquió, que no quiso participar de una corruptela.
Es como si en un partido de fútbol se tuviese que retirar el único jugador que no comete faltas ni increpa al árbitro; o como si en una editorial se descartasen todas las novelas que no contuviesen anacolutos o faltas de ortografía. Se trata de un completo despropósito, propio de un mundo al revés donde se han invertido todas las categorías morales. ¿Cómo es esto posible?
Por supuesto, no se nos escapa que Lobato, aunque se negó a participar del delito que le proponían sus correligionarios (en el delito que, a la postre, acabó cometiéndose igualmente), tampoco lo denunció; pero no se le pueden pedir peras al olmo, ni gestos heroicos a un hombre que forma parte de una junta de ladrones.
Reparemos en la paradoja: un albañal de corrupción como el partido de Estado, cuando necesita purgarse, exige la dimisión del hombre que no se ha manchado, que sus correligionarios no perciben como un mirlo blanco, sino como un ultrajante garbanzo negro del que conviene desprenderse.
A Lobato le ocurre exactamente lo mismo que al protagonista vidente de ‘El país de los ciegos’, el cuento de H. G. Wells, que se las promete muy felices cuando descubre en los Andes una aldea poblada por ciegos y se instala en ella, pensando que será pronto rey; pero acaba descubriendo que, si desea ser aceptado en la aldea, tendrá que resignarse a que le extirpen los ojos.
Simone Weil definía un partido político como «una organización construida de tal modo que ejerce una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros».
Se trata de una definición muy atinada (salvo en la consideración de «seres humanos» que otorga a los miembros de los partidos políticos, en exceso optimista o hiperbólica) que igualmente podría aplicarse a las sectas. Pero, ¿acaso los partidos políticos difieren en algo de las sectas?
Los partidos políticos, como las sectas, son organizaciones con una fuerte estructura jerárquica, que recolectan personas adheridas cerrilmente a un sistema de creencias delirantes. Los partidos políticos, como las sectas, ejercen la despersonalización de sus miembros y miembras, a quienes se obliga a acatar servilmente dichas creencias, mediante variadas técnicas ‘persuasivas’: engaño, coerción sicológica, amenazas de ostracismo al disidente, etcétera.
Los partidos políticos, como las sectas, generan una sumisión completa a sus líderes, por lo general psicópatas sin escrúpulos que no admiten discrepancia alguna e imponen sobre sus subordinados prestaciones de la más variada índole (a veces sexuales, a veces económicas, siempre delictivas) que pueden llegar al sacrificio o la inmolación personal.
Y, por supuesto, los partidos políticos, como las sectas, son organizaciones guiadas por un ávido ánimo de lucro, que disimulan con farfollas religiosas o ideológicas para alimento de los incautos que caen en sus redes.
Los partidos políticos, en fin, son las sectas propias de una época sin Dios, que fabrican pasiones colectivas para enardecer a sus adeptos e impedir –como señalaba Weil– que se oiga, ni por un segundo, la voz de la justicia y de la verdad.
Así los miembros y miembras de los partidos políticos se convierten en rebaños de zombis juramentados que expulsan de inmediato a quien osa discrepar del líder, a quien osa disentir de las consignas sectarias, a quien reacciona barteblianamente («Preferiría no hacerlo») cuando se le exige participar en prácticas mafiosas o delictivas; y, entretanto, sus líderes se dedican a defender su hegemonía –según nos explicaba Robert Michels en su célebre «ley de hierro de las oligarquías»– y también, por supuesto, a forrarse.
Pues el ánimo de lucro –y no la defensa de principios ideológicos, como piensan los panolis– es la finalidad primordial (¡qué digo primordial, única!) de los dirigentes de los partidos políticos.
Pero este totalitario ánimo de lucro exige, como también señalaba Michels, una «organización metódica de sus adeptos», de tal modo que nadie ose rechistar, que nadie se desmande, que nadie guarde memoria de la verdad y la justicia.
En los partidos políticos no es que haya más o menos políticos corruptos (aunque, desde luego, la jarca encabezada por el doctor Sánchez es el arca de Noé de la corrupción), sino que los partidos son estructuras oligárquicas concebidas para la rapiña irrestricta, juntas de ladrones a quienes las leyes garantizan la impunidad en el desempeño de sus latrocinios.
Y para formar parte de una junta de ladrones hay que dejar atrás los escrúpulos, los titubeos, los conflictos de conciencia, las palinodias; esto es lo que el pobre Lobato no entendió, tal vez porque no había logrado dimitir por completo de su humanidad.
Ojalá en el momento de su caída resuelva hacer lo mismo que Sansón, cuando se vio encadenado a las columnas del templo y a punto de ser ejecutado: «¡Muera yo con todos los filisteos!». Pero no caerá esa breva; pues todos los miembros y miembras de los partidos políticos son, a la postre, la higuera seca del Evangelio.
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