El Senado pisa la Constitución para maquillar su cobardía ante el franquismo
Pedro Sánchez y Francisco Franco empiezan a parecerse más de lo que el propio Sánchez querría admitir. Ambos gobiernan desde la imposición, desde el dogma, desde la negación del adversario. Uno lo hizo con bayonetas; el otro, con decretos, medios afines y censura encubierta
La democracia española acaba de firmar otro capítulo vergonzoso en su historia institucional. La Mesa del Senado ha decidido seguir adelante con la tramitación de una ley que los propios letrados de la Cámara consideran inconstitucional. ¿La razón? Una cínica prevención al delito de prevaricación. En otras palabras: tramitar lo que se cree ilegal para no quedar mal en los papeles. La democracia reducida a un trámite. El Estado de derecho convertido en un formalismo.
La reforma, impulsada por el PSOE y sus aliados parlamentarios, pretende permitir la disolución de asociaciones que hagan apología del franquismo. Una intención que, a priori, podría parecer legítima en un país democrático. Pero la forma de hacerlo –a través de una modificación grosera del derecho de asociación y sin garantías mínimas– ha encendido todas las alarmas jurídicas.
Los letrados del Senado, guardianes técnicos del orden constitucional, han señalado sin ambigüedad la inconstitucionalidad del texto. Y no se trata de un matiz técnico: estamos hablando de violar principios fundamentales como la libertad ideológica, el derecho de asociación y la seguridad jurídica. Pero nada de eso importa cuando el objetivo político es marcar casillas simbólicas antes que fortalecer las bases reales de la convivencia democrática.
Pedro Sánchez, contra la libertad de pensamiento
En el centro de todo esto está Pedro Sánchez, un presidente que ha optado por gobernar como si el Parlamento fuera su ministerio de propaganda. Su deriva no es meramente ideológica: es autoritaria. Se ha vuelto contra la libertad de expresión y de pensamiento como lo haría un dictador. Cualquier resquicio de disidencia, cualquier voz que cuestione su relato de la historia, intenta ser acallada, silenciada o directamente eliminada por decreto.
Este gobierno no busca reconciliación ni justicia: busca reescribir la historia de España a su medida, una historia en la que sólo su versión es válida y todo lo demás es delito moral o político. El Ministerio de la Verdad ya no es una novela: es política pública.
Lo más irónico –y peligroso– de todo esto es que con su obsesión enfermiza con Franco, Pedro Sánchez está fabricando más franquistas que nunca. Cada intento de borrar, censurar o castigar el pasado solo logra avivar el fuego del presente. Y más pronto que tarde, partidos como Vox seguirán creciendo, alimentados por el hartazgo de una ciudadanía que ve cómo el PP camina al compás del PSOE, no solo en Madrid, sino también en Bruselas, donde gobiernan de la mano en el Parlamento Europeo. El votante de centroderecha se ve traicionado y empujado hacia posiciones más firmes, más radicales, más claras.
Cuando el poder impone moral en lugar de justicia
La propuesta legislativa no busca justicia: busca revancha, busca símbolos, busca titulares. Se pretende, además, extender la causa de disolución más allá de lo que dicta cualquier principio básico del derecho penal: el castigo por intenciones o evocaciones simbólicas, y no por hechos objetivos. En otras palabras: se podrá ilegalizar a una asociación por lo que representa emocionalmente para el legislador, aunque no haya cometido ningún acto violento o ilegal.
Es el mismo espíritu que durante décadas criticamos de regímenes totalitarios: la persecución de ideas bajo la excusa de proteger la democracia. Una democracia que necesita censurar no es tal cosa, es apenas un disfraz mal cosido.
El PP y la gran farsa del centrismo
Lo más obsceno, sin embargo, es el papelón del Partido Popular. Con mayoría en la Mesa del Senado, podía haber frenado este atropello jurídico. Pero no. El PP prefiere mirar para otro lado, abstenerse con la excusa de evitar la prevaricación, como si la defensa de la legalidad constitucional fuera una opción negociable. Como si el respeto a la Carta Magna dependiera del calendario electoral.
El PP dice defender la Constitución, pero la deja en manos de quienes buscan dinamitar sus fundamentos desde dentro. El PSOE, mientras tanto, se enreda en un revisionismo moralista que pervierte la memoria democrática al convertirla en un instrumento de persecución política.
¿Y la Fundación Francisco Franco? Un fantasma útil
Todo esto ocurre, supuestamente, para acabar con la Fundación Francisco Franco, que ni siquiera está afectada por esta ley porque es una fundación y no una asociación. Es decir, el monstruo que justifica la cruzada legislativa ni siquiera será alcanzado por la lanza. Pero eso da igual: el ruido, la foto, la sensación de “hacer justicia” es suficiente para alimentar el relato. La realidad es irrelevante.
El Estado de derecho, en la cuerda floja
Estamos ante un precedente peligrosísimo. Si permitimos que las leyes se tramiten pese a que los órganos jurídicos avisan de su inconstitucionalidad, ¿qué sigue? ¿Cuántas garantías más se pisotearán en nombre del bien común definido por la mayoría de turno?
Esta reforma no defiende la democracia: la debilita. No honra la memoria de las víctimas: la manipula. Y no combate el franquismo: lo convierte en un fetiche útil para la propaganda del poder.
Pedro Sánchez no gobierna: moldea la historia, reprime al disidente y remodela el pensamiento permitido. Y lo hace con una sonrisa de demócrata mientras borra el pluralismo de un plumazo. Todo mientras la oposición finge oponerse y la ciudadanía comienza, una vez más, a despertar.
Y lo más inquietante: si uno compara su comportamiento, sus formas, su desprecio por la separación de poderes y su uso propagandístico del Estado, Pedro Sánchez y Francisco Franco empiezan a parecerse más de lo que el propio Sánchez querría admitir. Ambos gobiernan desde la imposición, desde el dogma, desde la negación del adversario. Uno lo hizo con bayonetas; el otro, con decretos, medios afines y censura encubierta. Pero el fondo es el mismo: acallar al otro para que sólo quede una voz. La suya.
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