Opinion Lisandro Prieto Femenía 26 de julio de 2025

La urna en disputa: cuando votar no implica cambio alguno

"Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores." Platón, La República, Libro I

Votar no implica cambio alguno

Hoy quiero invitarlos a reflexionar en torno a un fenómeno recurrente en las democracias occidentales, a saber, la ilusión de una política decadente que ha logrado con éxito que ningún voto rompa ninguna cadena. La creencia inquebrantable en el sufragio como catalizar de un cambio profundo define una de las grandes ficciones perversas de nuestro tiempo.

En los gobiernos no dictatoriales, millones de ciudadanos acuden a las urnas con la esperanza de que su voto, individual o colectivo, transforme las estructuras de poder y mejore sus vidas. Sin embargo, un examen crítico de las últimas décadas revela una realidad desoladora: los problemas estructurales persisten y, en muchos casos, se agudizan, independientemente de quién sea el degenerado de turno al que le toque asumir el poder.

Esta desconexión entre la expectativa democrática y la realidad política nos invita a una profunda crítica filosófica sobre la naturaleza de nuestra participación cívica y la verdadera capacidad de incidencia del voto en un sistema que, lejos de evolucionar, parece haberse instalado en una decadencia persistente y cada vez más putrefacta.

 Tengamos en cuenta que el acto de votar se ha consolidado como un ritual sagrado, una catarsis colectiva que valida la legitimidad de un sistema. Desde la niñez, se nos inculca que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y que nuestra participación electoral es la máxima expresión de soberanía. Pues bien, amigos míos, esa narrativa oculta una trampa fundamental: la reducción de la política a la mera gestión administrativa y la perpetuación de un statu quo que beneficia única y exclusivamente a las élites.

 Ya en la antigüedad, Platón nos advertía sobre las consecuencias de la apatía política. En su célebre obra La República, si bien criticaba a la democracia ateniense por sus excesos y su susceptibilidad a la demagogia, también subrayaba la responsabilidad de los ciudadanos. A él se le atribuye la sentencia que versa: “Una de las penas por rehusarse a participar en política es que terminarás siendo gobernado por tus inferiores” (Platón, La República, Libro I, 347c).

La ausencia de ciudadanos virtuosos en la vida pública, para Platón, abre la puerta al ascenso de aquellos menos capacitados o éticos, nada más cercano a lo que podemos observar en la actualidad, donde nos encontramos con bestias analfabetas y bruscas ocupando ministerios, secretarías y, en más de una ocasión, gobernaciones e incluso presidencias de la Nación.

 Por su parte, Sheldon Wolin en su obra fundamental Democracy Incorporated (2008), argumenta que la democracia moderna ha evolucionado hacia un “totalitarismo invertido”. A diferencia de los totalitarismos clásicos basados en la movilización masiva y la represión abierta, el totalitarismo invertido opera a través de la despolitización de la ciudadanía y la integración del poder corporativo en el Estado.

En sus palabras, también sostiene que “las grandes empresas dominan el Estado y moldean la política en interés propio, mientras que la participación pública se limita a ritos electorales cuidadosamente coreografiados" (Wolin, S., 2008, p. 25). En este escenario, el acto de votar se convierte en una distracción, una coartada para la inacción y la resignación frente a los problemas fundamentales, desviando la atención de las verdaderas palancas del poder. Así, la apatía que Platón lamentaba se ha transformado en una política educativa de despolitización estructural cuyo único objetivo es mantener al ciudadano entretenido pero políticamente inactivo.

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 La alternancia entre partidos políticos de distintas ideologías ha sido una constante en el panorama político occidental, muy valorada por los medios masivos de comunicación. Ahora bien, los problemas estructurales que aquejan a nuestras sociedades, como la creciente desigualdad económica, la atroz precarización laboral, el abandono de los sistemas públicos de salud y educación y la corrupción endémica, persisten y se intensifican, con la total anuencia de los gobiernos de turno.

 Al respecto, en su obra Deshaciendo el demos: La revolución silenciosa del neoliberalismo (2015), Wendy Brown analiza cómo el neoliberalismo ha desmantelado la noción misma de ciudadanía democrática, transformándola en una figura de “consumidor” o “capital humano”. La democracia, bajo esta lógica, se mercantiliza y se subordina a los imperativos económicos de un puñado de empresas y de funcionarios corruptos que no trabajan para usted, querido lector, sino para ellos mismos.

Brown incluso afirma que “la razón neoliberal no es la forma de racionalidad económica entre otras, sino una forma de racionalidad totalitaria (Brown, W., 2015, p. 17), indicando con ello que, al pervertir los valores democráticos y reducir la vida a una lógica de mercado, se anula la capacidad de los ciudadanos para incidir en las políticas públicas de manera significativa. Las promesas de campaña se diluyen en la vorágine de intereses corporativos y financieros que operan por encima de cualquier voluntad popular expresada en las urnas. Asimismo, la despolitización inherente a esta lógica no sólo perpetúa las desigualdades, sino que socava la soberanía popular y la capacidad de los gobiernos para actuar en favor del bien común.

 Complementariamente, bien sabemos que la desilusión política no es un fenómeno reciente. La burocratización creciente de los Estados modernos, por ejemplos, ya era una preocupación central para Max Weber quien, en su ensayo titulado La política como vocación (1919) describe la política moderna como un campo dominado por la burocracia, donde los partidos políticos se transforman en “máquinas” gestionadas por profesionales.

Esta racionalización y especialización de la política terminó conduciendo a una pérdida de la pasión y el propósito original del bien común. En torno a esto, el mismo Weber nos advierte sobre la naturaleza coercitiva y despersonalizada de las estructuras de poder, señalando que “la burocracia es la forma más racional y eficiente de dominación, pero también una ‘jaula de hierro’ donde el individuo queda atrapado en una rutina racionalizada y deshumanizada” (Weber, M. ,1919, Escritos políticos, p. 86).

Estas advertencias de Weber, junto a los análisis proporcionados por la Escuela de Frankfurt sobre la industria cultural y la manipulación de las masas, han alertado sobre los peligros de una democracia desprovista de sustancia, tal como hoy la podemos vivenciar.

 Sin embargo, la particularidad de la decadencia política actual reside en la sofisticación de la ilusión. La posibilidad de “cambiar” cada cierto tiempo, a través del voto, ofrece una válvula de escape para la frustración social, evitando así rupturas más profundas con el sistema.

Se promete un futuro mejor, se señalan chivos expiatorios y se manipulan las esperanzas de la ciudadanía, solo para que, una vez en el poder, los nuevos “salvadores” sigan el guión preestablecido por las fuerzas económicas y mediáticas que realmente ostentan el poder. Esta dinámica convierte las elecciones en un mero espectáculo, un circo que distrae a la ciudadanía de las agendas impuestas por los verdaderos portadores del poder.

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Consecuentemente, la persistente creencia de que el voto es el instrumento supremo para un cambio genuino, a pesar de la evidencia abrumadora de lo contrario, nos sumerge en un ciclo perpetuo de esperanza y desilusión. La alternancia de gobierno no ha logrado desmantelar las estructuras de poder que consolidan la desigualdad, precarizan la vida y ponen en jaque el futuro de la gran mayoría de los habitantes de este planeta. La política decadente no es sólo una simple disfunción, sino una ilusión cuidadosamente construida que nos mantiene cautivos en un juego predeterminado que nos separa mediante grietas ficticias que sólo le sirve a la demagógica para mantener sus negocios, por izquierda y por derecha por igual.

En este panorama, la pregunta fundamental ya no es “a quién votar”, sino ¿cómo podemos desmantelar las estructuras que perpetúan esta ilusión y recuperar la política como un espacio de verdadera transformación? Si el voto, tal como se lo concibe hoy, no es la herramienta para romper las cadenas, ¿qué formas de acción cívica y comunitaria debemos construir para resistir la mercantilización de la vida y la despolitización de la ciudadanía?

Además, frente a la desilusión y la apatía, urge la siguiente reflexión: ¿Será que la decadencia política se alimenta de la retirada de las mentes más sensatas y éticas de la arena pública? Si, como intuía el gran Platón, la ausencia de los mejores en la política condena a la sociedad a ser gobernada por los peores, entonces, ¿cuál es nuestra responsabilidad individual y social para incentivar la participación de aquellos ciudadanos con vocación de servicio, visión crítica y compromiso genuino con el bien común?

¿Estamos dispuestos a ir más allá de la urna, a enfrentar la incomodidad de la acción directa y la construcción de alternativas por fuera de los circuitos de poder establecidos, o seguiremos atrapados en el ciclo de la ilusión y la inacción? El despertar de esta ficción exige no sólo una crítica aguda, sino también una profunda revalorización de la política como esfera de acción transformadora, impulsada por la participación consciente y sensata de todos, sí, todos, porque mientras uno cede a la desidia, los delincuentes acceden al poder.

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