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Pedro Sánchez es un auténtico gafe. Desde que llegó al poder, parece que el país ha entrado en una espiral de desgracias: una pandemia histórica, un volcán arrasando La Palma, inundaciones con muertos, incendios descontrolados, una crisis energética, caos en la seguridad, y ahora un apagón
Noticias29 de abril de 2025 Salvador Gimenez
Lo que ocurrió este lunes en España no fue solo un apagón eléctrico. Fue un apagón institucional, un apagón de liderazgo, un apagón de país. A las 12:33 horas, la cuarta economía de la eurozona —esa que la semana pasada presumía de no haber sido revisada a la baja por el FMI— quedó completamente a oscuras. Como Cuba, pero en el corazón de Europa.
Marruecos y Francia, no España, tuvieron que enviar electricidad para que al menos el norte y el sur comenzaran a ver la luz. Es la imagen perfecta del país en el que nos ha convertido Pedro Sánchez: sin autonomía, sin solvencia, sin crédito.
Porque no es solo que España se quede sin luz. Es que Pedro Sánchez es un auténtico gafe. Desde que llegó al poder, parece que el país ha entrado en una espiral de desgracias: una pandemia histórica, un volcán arrasando La Palma, inundaciones con muertos, incendios descontrolados, una crisis energética, caos en la seguridad, y ahora un apagón masivo que ha paralizado el país durante horas. Lo único que no ha colapsado aún es el relato, cuidadosamente protegido por una propaganda que ya ni siquiera disimula.
Pero si todo esto fuese solo mala suerte, podríamos hablar de fatalidad. El problema es que la gestión es igual o peor que los acontecimientos. Sánchez tardó más de cinco horas en comparecer para decir… absolutamente nada. Pidió que no especuláramos y que confiáramos en los “canales oficiales”.
¿Confianza? ¿En un Gobierno que solo aparece cuando la presión ya es insostenible? A las 23:00 ofreció una segunda comparecencia para decir que se perdieron súbitamente 15 gigavatios, el 60% de la demanda nacional, y que “se están analizando todas las causas”. Ni una sola explicación concreta. Ni una hipótesis seria.
Mientras tanto, el Congreso suspendido, ocho comunidades autónomas colapsadas, y trenes, aeropuertos y hospitales funcionando solo gracias a sistemas de emergencia. La imagen no es solo de crisis: es de país tercermundista. Porque lo que estamos viviendo no es una excepción: es una constante.
Y cada vez más ciudadanos se preguntan si España no se ha convertido ya en el conejillo de indias de Europa. ¿Se están haciendo aquí pruebas encubiertas de resistencia nacional? ¿Se ensayan reacciones a crisis simuladas, reales, híbridas? ¿Somos una plataforma para medir hasta dónde aguanta una sociedad antes de quebrarse?
Lo más grave, sin embargo, fue la respuesta política. A pesar de que una mayoría de comunidades autónomas —Madrid, Andalucía, Galicia, Castilla-La Mancha, Extremadura, Murcia, La Rioja y la Comunidad Valenciana— solicitaron declarar el estado de emergencia de nivel 3, Pedro Sánchez volvió a dejar pasar la oportunidad de tomar las riendas del desastre a nivel nacional.
Eludió nuevamente la responsabilidad directa, delegando el problema y refugiándose tras comités y declaraciones sin impacto operativo inmediato. Una repetición del mismo patrón que ya se vio en la gestión de la DANA en Valencia: que otros asuman el desgaste mientras La Moncloa observa desde su burbuja.
España no es ya solo un país sin gobierno competente. Es un país sin horizonte. Ni nuestros aliados nos toman en serio. Hasta el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, ofreció ayuda compartiendo su experiencia con los apagones provocados por ataques rusos. Eso fue suficiente para que medio mundo nos viera como lo que hoy somos: un Estado desbordado, sin respuestas, y sin el respeto que antes generábamos.
Pedro Sánchez ha logrado lo impensable: convertir a España en un país sin crédito. Y no solo en los mercados, sino en la esfera internacional, institucional y moral. No es solo que estemos a oscuras. Es que nos gobiernan a ciegas. Cada nueva crisis, cada nuevo desastre, deja más claro que aquí no hay dirección. Solo hay propaganda, improvisación y una negativa constante a asumir responsabilidades.
El apagón no fue solo eléctrico. Fue político. Fue moral. Fue institucional. Y la pregunta ya no es qué más puede pasar. Es cuánto más puede aguantar este país siendo dirigido por alguien que parece estar siempre en el lugar equivocado, en el momento más crítico.
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