
“Cerca del 30%" de las personas que reciben pensiones no deberían recibirlas. Galloway afirma con vehemencia que estos ciudadanos no las necesitan”
"España es, afortunadamente, mucho más que sus políticos. Más que sus tertulianos, sus estrategas de Twitter o sus asesores de Moncloa. Porque si de ellos dependiera, viviríamos en una guerra civil fría y perpetua."
Opinion 22 de mayo de 2025 José RosiñolLas decadencias no anuncian su llegada. Se filtran como el óxido: silenciosas, persistentes, irreversibles si no se limpian a tiempo. El 28 de abril de 2025, España se quedó a oscuras. Un apagón masivo, aunque breve, paralizó infraestructuras, sembró confusión y dio pie a todo tipo de interpretaciones.
Lo técnico fue rápidamente resuelto, pero lo simbólico quedó en suspenso. Entre todas las reacciones, destacó la de Pedro Sánchez, quien, con ese tono afectado que tanto cultiva, proclamó que «los españoles son un gran pueblo» por cómo habían reaccionado al apagón. Y esta vez —sí, esta vez— tenía razón. Pero no por las razones que él imagina.
Porque no es el apagón lo relevante, sino lo que insinúa. Como en aquella Rusia que acababa de perder su imperio soviético, y que vio cómo se incendiaba su Torre de Televisión Ostankino, símbolo de orgullo y modernidad, convertido de golpe en ruina humeante. Aquello fue más que un fuego: fue una imagen condensada del desmoronamiento. No anunciaba el inicio de la decadencia; solo hacía visible lo que ya se venía gestando desde hacía años. Nuestro apagón cumple un rol similar. No causa, sino síntoma. No tragedia, sino advertencia.
La decadencia, como explicaba Oswald Spengler en La decadencia de Occidente, no es un accidente repentino, sino una consecuencia interna del agotamiento de una forma cultural. Y como subrayaba Tocqueville, las democracias liberales no mueren de golpes de Estado, sino de «abandono lento del espíritu de libertad». A veces, solo necesitamos una chispa —o un apagón— para ver lo que ya no funciona.
España, como concepto político, como relato compartido y como proyecto cultural, lleva demasiado tiempo al borde de una anemia simbólica. Se tambalea entre una administración hipertrofiada, una hiperregulación asfixiante, una clase política autorreferencial y una ciudadanía que, pese a todo, persiste. El gran misterio español no es cómo hemos llegado hasta aquí, sino cómo aún nos sostenemos.
La respuesta no está en las élites, sino en el pueblo: en esa sociedad civil que organiza, sostiene, resiste, crea. Lo vimos en la pandemia, en las danas que asolaron Valencia, en la autoorganización frente al caos. Y, sí, también en este apagón. No hubo saqueos, no hubo pánico. Hubo comunidad, hubo solidaridad, hubo templanza.
Ernest Renan decía que una nación es un «plebiscito cotidiano». No una raza, no una lengua, no una frontera: una voluntad de seguir siendo juntos. Y eso, mal que le pese a tantos identitaristas —los centralistas excluyentes, los separatistas mimados, los nostálgicos del agravio— es España. España es una realidad plural, sí, pero no fragmentada. Su unidad no es de mármol, sino de barro cocido: flexible, resistente, capaz de adaptarse sin quebrarse.
España es, afortunadamente, mucho más que sus políticos. Más que sus tertulianos, sus estrategas de Twitter o sus asesores de Moncloa. Porque si de ellos dependiera, viviríamos en una guerra civil fría y perpetua. España sobrevive a sus gobiernos, no gracias a ellos. Y el actual, digámoslo sin eufemismos, ha alcanzado un nivel de intervencionismo y depredación sin precedentes. La hipertrofia estatal, esa tentación tan ibérica del Leviatán omnipresente, ha colonizado todo: desde la empresa hasta el aula, desde el pensamiento hasta el mercado.
Como bien ha denunciado el economista José Ramón Riera, el gasto político en España supera los 150.000 millones de euros al año. No hablamos de servicios públicos. Hablamos de clientelas, chiringuitos, estructuras paralelas, redes de poder y propaganda financiadas con el sudor del contribuyente. ¿Cuántas cosas podrían hacerse con ese dinero si se destinara a innovación, infraestructuras, educación o dependencia? ¿Qué país podríamos ser sin esa losa? ¿Qué horizonte podríamos conquistar sin ese ancla?
Pero hay otro freno, aún más profundo: el complejo de inferioridad estructural. Esa mentalidad derrotista que hace que cualquier intento de excelencia suene a pedantería. Esa costumbre de disimular el talento, de no molestar, de aceptar sin rechistar. Esa resignación disfrazada de tolerancia. Como si todo intento de aspiración colectiva fuese sospechoso de autoritarismo. Como si ambicionar una España mejor fuese sinónimo de fascismo encubierto.
Nos han educado —desde la escuela, desde los medios, desde el relato oficial— a no creer demasiado en lo nuestro. A pensar que nuestra diversidad es debilidad. Que nuestra historia es una sucesión de fracasos. Que cualquier símbolo común es potencialmente excluyente. El resultado es una sociedad que brilla en lo individual y se disuelve en lo colectivo. Que sabe responder a la emergencia, pero no sabe planificar el futuro. Que improvisa con talento, pero desconfía de los proyectos a largo plazo.
Y, sin embargo, ahí está. España, la real, la que no sale en los editoriales ni en las estadísticas, sigue adelante. Con sus cooperativas, sus barrios, sus asociaciones, sus emprendedores. Con una sociedad civil que, a pesar de todo, se rehace una y otra vez. Que, incluso cuando niega serlo, actúa como nación. Que no necesita grandes gestas para demostrar su valor, sino pequeños gestos cotidianos de responsabilidad y afecto. Como encender una linterna para un vecino. Como compartir una batería portátil. Como seguir adelante sin esperar nada de quienes solo ofrecen excusas.
España necesita, más que un cambio de gobierno —aunque también— una refundación simbólica. No una nueva constitución, sino una nueva conciencia. Un Renacimiento cívico. Recuperar el orgullo sin caer en la arrogancia. Abrazar la pluralidad sin disolverse en ella. Reivindicar el mérito, el esfuerzo, la responsabilidad. Romper con el victimismo institucionalizado. Dejar de pedir perdón por existir.
La pregunta, entonces, no es qué es España, sino qué queremos que sea. Porque el apagón no fue solo una caída de la luz. Fue, también, una iluminación. Nos mostró que debajo del ruido hay sustancia. Que debajo del Estado hay país. Que debajo de los partidos hay ciudadanos. Que debajo del relato hay verdad.
Y si somos capaces de mirar ese reflejo con honestidad, tal vez aún estemos a tiempo de evitar el incendio. De reconstruir, no desde las cúpulas, sino desde las bases. No desde la ideología, sino desde el sentido común. No desde el poder, sino desde la dignidad. Porque, a pesar de todo, sí: los españoles son un gran pueblo. Justo cuando más lo olvidan quienes deberían recordarlo cada día.
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