
El Estado de Bienestar o Estado Vampiro no persigue acabar con la pobreza, sino dar más poder a la clase política utilizando como coartada fines supuestamente benéficos
"La estulticia de quienes dirigen este país alcanza ya niveles preocupantes. Se les olvida —o nunca lo han entendido— que las empresas no están para formar, que las prácticas no son productividad, que el estudiante no es un trabajador"
Opinion 29 de mayo de 2025 Ricardo DíazEl Gobierno sigue en su cruzada contra el sentido común. Esta semana, el PSOE ha registrado en el Congreso una proposición de ley para prohibir que las universidades paguen a las empresas por acoger a sus alumnos en prácticas. Lo que hasta ahora permitía garantizar formación de calidad y oportunidades reales de inserción laboral para los estudiantes, pasará a estar prohibido por ley. ¿El resultado? Menos plazas de prácticas, peor formación y un muro aún más alto entre el mundo académico y el tejido productivo.
Conviene empezar por lo evidente: las empresas no tienen ninguna obligación de aceptar estudiantes en prácticas. Ni legal ni moral. No es su función, no es su misión y, desde luego, no es parte de su objetivo productivo formar alumnos. Las prácticas universitarias son una cesión generosa de tiempo, recursos humanos y técnicos por parte de las empresas. Más aún, esas prácticas suponen una carga administrativa y económica para la empresa, que debe tramitar altas y bajas, formar al estudiante, supervisarlo, y todo ello sin compensación directa ni beneficio productivo inmediato.
Pese a ello, miles de empresas colaboran cada año con universidades de toda España para acoger a unos 400.000 estudiantes en prácticas curriculares, imprescindibles para titularse. Este milagro de cooperación público-privada se ha mantenido gracias a un fino equilibrio. Con la entrada en vigor, en enero de 2024, de la obligación de cotizar por los estudiantes en prácticas –medida ya de por sí ideológica e innecesaria– fueron las universidades quienes asumieron en la práctica el 5% no bonificado y, en muchos casos, también la gestión burocrática. Así, se logró que el sistema no colapsara.
Ahora, el Gobierno decide romper ese equilibrio a martillazos, prohibiendo que las universidades ayuden a financiar ni un solo euro de ese esfuerzo por parte de las empresas. Es decir, pretende que las empresas formen, supervisen, gestionen y coticen por los estudiantes en prácticas sin recibir absolutamente nada a cambio. Y, para colmo, les impide que puedan siquiera firmar convenios con contraprestaciones. Una vuelta de tuerca puramente ideológica que castiga a quienes colaboran con la formación de nuestros jóvenes, sin que exista ni una sola razón lógica que lo justifique.
Hay dudas sobre si la ocurrencia nace de la ignorancia, la negligencia, la arrogancia o de la sinergia explosiva de todas ellas. En lo que no hay duda es en sus consecuencias. Muchas empresas renunciarán a ofrecer prácticas, hartas de ver cómo se les exige cada vez más para un objetivo que no les corresponde. Y sin prácticas, miles de alumnos no podrán titularse. Así de sencillo. Porque en la mayoría de los grados y másteres las prácticas externas son obligatorias. Si no hay plazas, no hay titulaciones. Y si no hay titulaciones, no hay futuro.
Más allá del colapso universitario, esta medida rompe el puente entre la universidad y el mundo laboral. Estudios recientes muestran que más del 60 % de los universitarios que hacen prácticas consiguen empleo en los seis meses siguientes, y hasta un 40 % lo hace en la misma empresa en la que realizó su periodo de prácticas. ¿De verdad podemos permitirnos sabotear uno de los pocos mecanismos eficaces de inserción laboral para los jóvenes, y sobre todo, para aquellos que acreditan méritos universitarios?
Todo indica que sí. Porque una vez más, la ideología se impone a la realidad. Se legisla desde el dogma, no desde la experiencia. Se impone una supuesta igualdad mal entendida, que en realidad sólo consigue igualar a la baja, reduciendo oportunidades para todos. En lugar de fomentar más plazas, más colaboración y más formación práctica, el Gobierno decide castigar a las universidades que hacen el esfuerzo de asegurar que sus estudiantes puedan acceder a prácticas de calidad y a una más rápida inserción laboral.
La estulticia de quienes dirigen este país alcanza ya niveles preocupantes. Se les olvida —o nunca lo han entendido— que las empresas no están para formar, que las prácticas no son productividad, que el estudiante no es un trabajador. Y que toda plaza de prácticas es una cesión generosa, no una obligación.
Si el objetivo es que los estudiantes no realicen prácticas, que las universidades vivan de espaldas al mundo real y que la empleabilidad universitaria se hunda, están en el camino correcto. Tal vez así logren su meta oculta: igualar el éxodo juvenil actual –más de 400.000 españoles emigran cada año– con el de la emigración a Europa en los años del tardofranquismo.
Sólo hay una salida sensata: reconocer el valor del esfuerzo empresarial en la formación, reconocerlo y agradecerlo como sociedad; así como, permitir que quien quiera colaborar pueda hacerlo en las mejores condiciones. Lo que está en juego no es una proposición de ley: es el futuro de nuestros jóvenes universitarios.
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