España a oscuras: impuestos abusivos, servicios colapsados y un Gobierno sin respuestas
España tiene una presión fiscal del 38% del PIB, cercana a la media de la eurozona. Pero, a diferencia de países como Alemania o Suecia, donde esos impuestos garantizan servicios públicos de calidad, en España ese dinero parece diluirse en una estructura ineficiente, opaca y politizada
El pasado 28 de abril de 2025, España vivió uno de los peores apagones eléctricos de su historia reciente. Durante más de doce horas, millones de ciudadanos quedaron sin suministro eléctrico, con consecuencias devastadoras: trenes paralizados, hospitales saturados, empresas paradas, comercios cerrados, y al menos diez personas muertas en distintas regiones del país, según fuentes sanitarias.
Esta catástrofe no fue una desgracia fortuita ni un accidente aislado: fue la consecuencia directa de una política energética imprudente, una gestión negligente y un sistema público colapsado que no responde a las necesidades de la ciudadanía.
El apagón es solo el síntoma más visible de un problema mucho más profundo: el deterioro estructural del Estado de bienestar español, a pesar de una presión fiscal que se encuentra entre las más altas de Europa. Los ciudadanos pagan, pero no reciben. Con cada nueva crisis —sea energética, climática o de transporte— se vuelve más evidente que el sistema actual no garantiza lo mínimo que debería proveer: electricidad, movilidad, atención médica o protección ante catástrofes.
Una política energética suicida
Desde que el Gobierno de Pedro Sánchez aceleró su plan para cerrar todas las centrales nucleares antes de 2035, diversos expertos han advertido de las consecuencias: la red eléctrica española se ha vuelto altamente vulnerable y dependiente de fuentes renovables intermitentes, sin contar con un sistema de almacenamiento eficiente ni una infraestructura de respaldo con centrales de gas o ciclo combinado que compense la inestabilidad de producción solar y eólica.
El apagón del 28 de abril no fue una sorpresa para los técnicos del sector. Según informes internos filtrados semanas después del colapso, ya existían alertas sobre fallos de sincronización y saturación en varias líneas de alta tensión, especialmente en el este peninsular. Sin embargo, ni la exministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, ni el propio Sánchez admitieron el riesgo. En lugar de reforzar la red o diversificar la matriz energética, el Ejecutivo optó por una narrativa triunfalista de "transición ecológica", ignorando advertencias científicas y técnicas.
El resultado: un país entero paralizado, pérdidas económicas superiores a los 700 millones de euros en solo dos días, y la muerte de personas vulnerables que dependían de equipos médicos eléctricos o que no pudieron recibir asistencia a tiempo debido al colapso de transportes y comunicaciones. ¿Quién asume la responsabilidad? Nadie.
Transportes en estado de ruina
El deterioro no se limita a la electricidad. El transporte ferroviario español atraviesa una crisis sin precedentes, especialmente en los servicios de Cercanías y media distancia. Desde que Óscar Puente asumió el Ministerio de Transportes, el sistema ha acumulado retrasos crónicos, averías diarias y un caos organizativo que ha convertido el día a día de miles de trabajadores y estudiantes en una pesadilla logística.
Madrid y Barcelona, dos de las principales urbes del país, registran niveles de saturación en Cercanías comparables a ciudades del Tercer Mundo. Trenes sucios, cancelaciones sin previo aviso, frecuencias reducidas y estaciones abarrotadas forman parte del paisaje cotidiano. Mientras tanto, el ministro Puente dedica más energía a enfrentamientos en redes sociales que a plantear soluciones reales.
Las promesas del Gobierno tras la pandemia de reforzar la red de transportes han quedado en papel mojado. Ni la inversión anunciada se ha traducido en mejoras visibles, ni se ha hecho rendición de cuentas por los retrasos y sobrecostes en proyectos como el tren de alta velocidad a Extremadura o los túneles de Chamartín. Los ciudadanos pagan tarifas cada vez más altas y sostienen, a través de sus impuestos, un sistema ferroviario público gestionado con ineficiencia y desidia.
La tragedia de la DANA: abandono institucional
En octubre de 2024, una Depresión Aislada en Niveles Altos (DANA) azotó la Comunidad Valenciana con lluvias torrenciales que dejaron más de 200 muertos y miles de damnificados. Las imágenes de familias enteras atrapadas en sus casas, arrastradas por el agua o buscando comida entre el barro dieron la vuelta al mundo. La tragedia, lejos de estar causada por el cambio climático, fue agravada por la inacción del Estado.
No hubo alertas tempranas efectivas. No se movilizaron recursos con antelación. La coordinación entre el Gobierno central y la Generalitat fue mínima. Mientras los ciudadanos sacaban el barro con cubos, los políticos debatían sobre competencias y responsabilidades. Meses después, muchos afectados siguen sin recibir ayudas prometidas, sin vivienda y sin alternativas viables de reconstrucción.
Este episodio remite a otros anteriores, como el volcán de La Palma en 2021, donde las promesas de reconstrucción del Ejecutivo también quedaron incumplidas. Las catástrofes naturales exponen de forma brutal las carencias de un sistema público que, pese a su elevado coste, no protege, no responde y no repara.
¿A dónde van los impuestos?
España tiene una presión fiscal del 38% del PIB, cercana a la media de la eurozona. Pero, a diferencia de países como Alemania o Suecia, donde esos impuestos garantizan servicios públicos de calidad, en España ese dinero parece diluirse en una estructura ineficiente, opaca y politizada.
La sanidad pública arrastra listas de espera de hasta 9 meses en algunas comunidades. La educación presenta tasas de abandono escolar del 16%. La administración pública suma ya más de tres millones de funcionarios, muchos de ellos colocados por afinidad política más que por mérito. Y en lugar de afrontar reformas estructurales, el Gobierno prefiere inflar el relato con propaganda institucional y campañas de autobombo financiadas con dinero público.
Los casos de corrupción, desde el escándalo de Koldo García hasta las sospechas que rodean a Begoña Gómez, esposa del presidente, contribuyen a esa sensación de expolio fiscal. Un sistema que no garantiza servicios mínimos, pero sí se protege a sí mismo. Donde no dimite nadie. Donde el fracaso no tiene consecuencias.
Un país saqueado por su propio sistema
España no sufre un sabotaje externo. El verdadero sabotaje es interno: un modelo fiscal que exprime a los ciudadanos mientras los abandona en cada crisis. El apagón, la DANA, el caos en los trenes, las listas de espera en la sanidad y los resultados educativos son partes del mismo patrón: un Estado que recauda sin medida pero falla en lo esencial.
La indignación, aunque creciente, aún no ha encontrado una traducción política o cívica eficaz. Las protestas en redes sociales no bastan. El país necesita una rebelión democrática, legal y firme: una ciudadanía que exija cuentas, que vote con conciencia, que se organice y que no tolere más abandono disfrazado de progresismo.
Los impuestos deben garantizar protección, servicios y oportunidades. No propaganda. No corrupción. No incompetencia.
Es hora de reclamar lo que nos pertenece: un país que funcione.
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