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“La donación de órganos es el mayor acto de generosidad, solidaridad y amor que una persona puede hacer hacia los demás” Juan Pablo II
Opinion 28 de febrero de 2025 Lisandro Prieto FemeníaHoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que considero urgente, necesario y placentero pensar, a saber, que en el núcleo de una cultura del espectáculo que nos bombardea con la banalidad de superhéroes llenos de Botox y trajes ajustados, los verdaderos titanes de la humanidad yacen en el completo anonimato cotidiano.
Particularmente, nos vamos a centrar en los donantes de órganos, seres que, en un acto de suprema generosidad, desafían la sombra de la muerte y extienden el hilo de la vida.
La filosofía, esa búsqueda incansable de sentido, nos convoca a contemplar la fragilidad de nuestra existencia, la danza inevitable entre la vida y la muerte, el sentido y el abismo de la nada. Sin embargo, en el acto de la donación de órganos, se abre una grieta en esas dualidades, un puente que conecta dos mundos.
Un corazón que cesa su latido puede insuflar esperanza en otro pecho, unos pulmones que se apagan puede llenar de aliento un futuro incierto. La donación es un desafío magistral y sublime a la caducidad, un legado que trasciende la efímera naturaleza de nuestra carne en una finitud decretada de antemano.
Asimismo, es interesante acudir al cuestionamiento de nuestra relación con el cuerpo, a trascender el egoísmo y a reconocer nuestra interdependencia desde un punto de vista positivo. No se trata de una simple exhortación moral, sino que encierra una profunda reflexión ontológica y ética.
En primer lugar, la relación que mantenemos con nuestro cuerpo, tal como la concibe la sociedad contemporánea occidental, se asemeja a una relación de posesión, donde el cuerpo se convierte en un objeto de consumo, susceptible de ser moldeado, modificado o castigado según los dictados de la moda y la publicidad.
Sin embargo, la donación de órganos nos obliga a replantear esta visión instrumental del cuerpo, a considerar que un cuerpo no es un simple receptáculo de la conciencia, sino una parte intrínseca de nuestra identidad, un vehículo de la vida que puede prolongarse más allá de la muerte.
En este sentido, podemos recordar la distinción platónica entre cuerpo y alma, no para perpetuar una visión dualista, sino para subrayar la necesidad de trascender su mera materialidad y reconocer su potencial para la trascendencia.
En segundo lugar, la postmodernidad marcada por el individualismo exacerbado, nos impulsa a centrarnos en nuestros propios intereses, relegando al otro a un segundo plano. A pesar de ello, la donación es, en su esencia, un acto de altruismo radical, una renuncia al egoísmo en favor del bienestar del otro.
Al respecto, recordemos también la ética kantiana, que nos indica que debemos tratar a la humanidad, tanto en nuestra propia persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como un medio. En pocas palabras, querido lector, lo que queremos indicar es que la donación de órganos, al salvar una vida, reconoce la dignidad intrínseca de la persona humana, su valor como fin en sí mismo y no como cosa útil.
En tercer y último lugar, en lo que respecta a los lineamientos filosóficos que venimos enumerando, la donación nos revela la profunda interdependencia que caracteriza la existencia humana. Cuando Aristóteles sostuvo que somos “animales políticos”, ilustraba nuestro ser social, cuya realización depende de la comunidad toda.
La donación nos recuerda que formamos parte de una red de vida, donde cada uno de nosotros depende de los demás, donde nuestras acciones tienen un impacto real en el mundo que nos rodea: al reconocer esta interdependencia, superamos la ilusión patética de la autonomía individual y egoísta, mientras que nos conectamos con la humanidad que hay en nosotros y en los demás.
En definitiva, la donación es un acto de responsabilidad social, una preciosa forma de contribuir al bienestar de la comunidad, de participar en un acto de solidaridad suprema que salva vidas y brinda esperanza.
La filosofía, en su búsqueda permanente de sentido, nos indica que somos ciudadanos del mundo, con la responsabilidad de cuidar de los demás, de construir un futuro donde la vida prevalezca sobre la muerte y la generosidad triunfe sobre el egoísmo.
A pesar de los avances científicos y médicos, como también la creciente conciencia en los ciudadanos, el individualismo propio de una sociedad rota está proyectando una sombra oscura. Según los datos que ofrece la Organización Mundial de la Salud (OMS), miles de personas mueren cada año esperando un trasplante.
Solamente en Estados Unidos, se estima que por día fallecen 17 personas que se encuentran en la lista de espera. Ante esta cruda realidad, que a algunos nos interpela, cabe preguntarse: ¿qué miedos y prejuicios nos impiden abrazar la generosidad? ¿Por qué persiste el individualismo?
Al respecto, Emmanuel Lévinas en su obra “Totalidad e Infinito”, nos presenta una ética que se fundamenta en la primacía del Otro. Para él, el “otro” no es un objeto que podemos conocer y dominar, sino un sujeto trascendente que nos interpela, que nos exige una respuesta.
El rostro del Otro, en particular, su mirada, es el lugar donde se manifiesta esta trascendencia, donde se revela la alteridad radical. Esta interpelación nos exige una responsabilidad, que el autor define como infinita, es decir, que va más allá de cualquier obligación contractual o legal. Se trata de una responsabilidad que surge de la vulnerabilidad del otro, de su fragilidad, de su necesidad y sufrimiento que nos convoca, casi que nos obliga.
En el marco de la donación de órganos, la lectura de Lévinas nos invita a pensar sobre la responsabilidad que tenemos ante aquellos que esperan un trasplante: el rostro del enfermo, marcado por el sufrimiento y la esperanza, nos tiene que movilizar y exigir una respuesta.
Justamente por ello, sostenemos que la donación de órganos se convierte entonces no en un gesto caritativo, sino un acto de responsabilidad infinita, un darse ante la vulnerabilidad del Otro que algún día podemos ser nosotros, o alguien que amamos mucho.
Desde esta perspectiva, esa responsabilidad ante ese Otro, es debería ser imposible de eludir: no podemos cerrar los ojos ante el sufrimiento ajeno, no podemos ignorar esa “llamada del Otro”, y en ese sentido la donación pasa a ser un acto de valentía que nos enfrenta a nuestra propia fragilidad y que nos permite trascender el egoísmo del egocentrismo cruel en tanto que banal.
Por si no ha quedado claro hasta ahora, lo voy a plantear en términos muy sencillos: la donación no es un mero acto médico, sino un gesto de amor que logra trascender la muerte mientras que inyecta nueva vida en quien la necesita.
Cuando una persona recibe un corazón, no sigue viviendo, sino que nace de nuevo con un manto de esperanza que revela cuán poderoso es el amor de los seres humanos. Cuando un padre que ha perdido a su pequeño, decide aceptar la donación para que su hijo salve a otros pequeños, recibe un consuelo poderosísimo en medio de su dolor, que es saber que su legado sigue vivo en cada personita que recibió parte de él.
En este asunto, la ética es fundamental, puesto que se trata de un faro que guía nuestras acciones, se enfrenta a dilemas complejos en el marco de la donación. ¿Cómo equilibrar la autonomía del donante con la necesidad del receptor? ¿Qué papel juegan las familias en la toma de decisiones? ¿Cómo garantizar la equidad y la justicia en la distribución de las donaciones?
Por su parte, la ética tomista, centrada en la caridad y el bien común, nos ofrece una perspectiva profunda sobre el asunto que hoy nos convoca. Santo Tomás, en su monumental “Suma Teológica”, indica que el amor al prójimo es un mandato divino, y que la donación, como acto de caridad, nos acerca a Dios.
Al donar, estamos expresando el amor, la compasión, el deseo de ayudar a otro, de aliviar su sufrimiento. Además, se trata de un acto que contribuye significativamente al bien común, al salvar vidas y a mejorar la calidad de vida de las personas. En definitiva, Santo Tomás nos enseña que el bienestar de la comunidad es fundamental, y que debemos trabajar juntos para construir una sociedad más justa y solidaria.
Como habrán podido apreciar, el “compartir” del que venimos hablando no es otra cosa que la misericordia hecha carne que, en su esencia, es la compasión y la voluntad de quitarle el sufrimiento a quien lo padece. Va más allá de la justicia, que se centra en dar a cada uno lo que le corresponde, sino que se adentra en el terreno de una generosidad propia de un amor gigantesco.
Este sentimiento y esta voluntad estrictamente humana, impulsa al donante a trascender sus propios límites y a ofrecer una esperanza tangible de vida en un mundo donde la fragilidad humana se manifiesta con crudeza.
Al compartirse a sí mismo, el individuo se convierte en un instrumento de misericordia que extiende la mano hacia aquellos que se encuentran en la dolorosa oscuridad de la enfermedad, el miedo, la angustia y el dolor, torciendo así, con sencillez y silencio sacro un testimonio de la capacidad que tenemos los seres humanos para sacar a relucir esa bondad que diariamente este mundo trata de opacar.
Es evidente que la donación de órganos representa un torbellino de emociones que sacude a las familias, tanto del donante como del receptor. Podemos ver tanto el dolor de una pérdida que se entrelaza con la esperanza y la alegría inconmensurable, convirtiendo al duelo en gratitud suprema.
La sociedad, por su parte, se enfrenta a la dualidad de la vida y la muerte, la fragilidad de la existencia y el coraje del altruismo: en el acto de donar, el ser humano se eleva y trasciende su propia mortalidad, puesto que si legado no se limita a bienes materiales o logros terrenales, sino que se extiende a la vida misma. Desde este enfoque, un órgano donado es símbolo de amor eterno, una huella imborrable en el tejido de la existencia.
Para concluir, sólo nos queda señalar que somos conscientes de vivir en un mundo en el que la superficialidad, el egoísmo y la ignorancia atrevida amenazan con desvanecer la esencia de la humanidad, pero en medio de este caos decadente y nihilista se erigen mis superhéroes favoritos, los donantes de órganos, los verdaderos faros de esperanza.
Su acto de amor superlativo nos recuerda que, incluso en la oscuridad del dolor y la muerte, la luz de la vida sigue brillando con intensidad, convirtiéndose así en los verdaderos titanes, guardianes de la fe en una buena humanidad, arquitectos de un legado eterno.
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