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Desde La Moncloa se vende esta nueva subdirección como una apuesta por la “seguridad digital”, pero en la práctica se configura como una suerte de policía política en internet, al margen del control civil
Politica30 de julio de 2025En el núcleo del poder político español, los escándalos no se gestionan; se reconvierten. La reciente y súbita dimisión de Francisco Salazar, uno de los principales asesores del presidente Pedro Sánchez y hasta hace días candidato a ocupar el cuarto escalón del PSOE, ha sacudido a Moncloa y dejado en evidencia un patrón de reacción institucional que no apunta al saneamiento del poder, sino a su blindaje.
Salazar, una figura clave en el entorno de confianza del presidente, dejó su cargo tras salir a la luz varias denuncias por acoso. Su caída ha sido tan estrepitosa como significativa: el mismo día en que iba a ser anunciado su ascenso dentro del partido fue obligado a renunciar en silencio, sin conferencia de prensa, sin explicaciones públicas, sin autocrítica desde el Ejecutivo. Una renuncia forzada, envuelta en secretismo, que pone en entredicho los protocolos de control interno y la tolerancia real frente a comportamientos abusivos en el círculo más cercano al poder.
Una reestructuración que no huele a renovación, sino a control
En lugar de propiciar una reflexión institucional o una depuración política, el Gobierno ha optado por usar esta crisis como excusa para reorganizar la estructura presidencial y, sobre todo, reforzar los mecanismos de vigilancia digital. El movimiento más llamativo es la creación de una Subdirección General para el Análisis de Riesgos en el Espacio Digital, adscrita al Departamento de Seguridad Nacional, un órgano que ya ha sido cuestionado anteriormente por su opacidad.
Este nuevo ente estará dirigido por una comisaria de la Policía Nacional, experta en ciberseguridad, y contará con el apoyo de un equipo de programadores, agentes policiales, científicos de datos y especialistas en desinformación. Su función oficial: analizar en tiempo real la actividad en internet, detectar discursos de odio, campañas de desinformación e injerencias extranjeras, y alertar directamente a la Fiscalía en caso de delitos digitales.
El problema no es la necesidad de un monitoreo responsable del ciberespacio —que existe—, sino el marco opaco en el que nace este nuevo órgano, sin debate parlamentario ni control judicial transparente. Estamos ante una herramienta que podría convertirse fácilmente en un instrumento político para vigilar, condicionar o incluso reprimir voces incómodas, escudándose en conceptos tan maleables como “odio” o “desinformación”.
¿Ciberseguridad o censura preventiva?
Desde La Moncloa se vende esta nueva subdirección como una apuesta por la “seguridad digital”, pero en la práctica se configura como una suerte de policía política en internet, al margen del control civil. En un momento en que la libertad de expresión vive bajo asedio global, la tentación de usar la ciberseguridad como coartada para silenciar la crítica, monitorizar la disidencia o filtrar el discurso público debería generar alarma en cualquier demócrata.
Más aún si consideramos el contexto político: un presidente que viene sufriendo un desgaste de imagen sostenido, una coalición tensionada por conflictos internos y un panorama electoral europeo inminente. Bajo ese marco, cualquier herramienta de control de la narrativa pública —por muy “técnica” o “neutral” que se presente— tiene una dimensión política inevitable.
La doble moral del Gobierno: tolerancia interna y vigilancia externa
La paradoja es cruel pero evidente: mientras desde el Ejecutivo se pretende vigilar el discurso de odio en redes sociales, dentro de su propia estructura no se detectaron (o no se quisieron detectar) comportamientos abusivos de uno de sus hombres más cercanos. La renuncia de Salazar se dio solo cuando el escándalo ya era insostenible. No hubo investigación interna previa, ni declaraciones contundentes desde el PSOE o el Gobierno. Solo silencio y reorganización.
Este doble rasero erosiona la credibilidad de cualquier política contra el odio y la desinformación. ¿Cómo puede una administración que no limpia su propia casa pretender ser árbitro del discurso público digital? ¿Con qué legitimidad? ¿Y bajo qué garantías?
¿Hacia un estado digital vigilante?
El caso Salazar puede ser un síntoma más de una tendencia preocupante: la de una democracia que responde a sus propias crisis internas con más poder concentrado, más vigilancia, más estructuras opacas. La creación de una subdirección de control digital con capacidad de intervenir judicialmente, sin filtros parlamentarios, puede marcar un antes y un después en la arquitectura institucional del Estado.
Porque, al final, no se trata solo de quién dirige esa subdirección, sino de qué Gobierno la controla, con qué propósito y bajo qué condiciones. Lo que hoy nace con supuestas intenciones preventivas, mañana puede mutar —con otro Ejecutivo o con el mismo— en un mecanismo de censura, persecución política o manipulación informativa.
La dimisión de Francisco Salazar no ha sido enfrentada con valentía política, sino enterrada bajo un discurso técnico de reestructuración. Y la respuesta institucional, en lugar de democratizar, centraliza aún más el poder. La lección parece clara: cuando el poder está en crisis, no se reduce; se protege a sí mismo, aunque sea a costa de derechos fundamentales.
Lo que hoy se presenta como una solución de seguridad digital, puede terminar siendo la puerta de entrada a una vigilancia institucional sin precedentes. Y todo esto, irónicamente, mientras el verdadero problema —la permisividad interna ante el abuso de poder— sigue sin resolverse.
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