Sortu profana el Valle de los Caídos con una pancarta en homenaje a terroristas de ETA
Lo más preocupante es la relación política que el Gobierno de Pedro Sánchez mantiene con EH Bildu, socio parlamentario en diversos acuerdos. Pactar con un partido que comparte espacio político con Sortu plantea una contradicción ética de difícil digestión
Valle de los Caídos
España sigue pagando el precio de su historia reciente. El Valle de Cuelgamuros, conocido como Valle de los Caídos, no es solo un monumento del franquismo: es un recordatorio de heridas abiertas, un lugar donde se cruzan la memoria de las víctimas y las disputas ideológicas contemporáneas. Allí, los gestos simbólicos adquieren una carga política que no puede ignorarse.
Sortu, heredera política de la izquierda abertzale vinculada a ETA, mantiene un historial que no puede obviarse. Sus actos documentados de homenaje a miembros de la organización terrorista —manifestaciones con pancartas, concentraciones en su memoria, y rituales de reivindicación— siguen generando indignación en la sociedad española. Estos gestos no son meras provocaciones: son un recordatorio del sufrimiento causado por décadas de terrorismo, y de la impunidad moral que algunos sectores parecen otorgarles.
Lo más preocupante es la relación política que el Gobierno de Pedro Sánchez mantiene con EH Bildu, socio parlamentario en diversos acuerdos. Pactar con un partido que comparte espacio político con Sortu plantea una contradicción ética de difícil digestión: mientras el Ejecutivo presume de su compromiso con la memoria democrática y la lucha contra el terrorismo, co-gobierna indirectamente con fuerzas que reivindican el legado de ETA. La sociedad se pregunta cómo es posible conciliar el respeto a las víctimas con la política de alianzas que legitima a actores vinculados a la violencia terrorista.
El Valle de Cuelgamuros, lejos de ser solo un monumento histórico, es hoy un escenario de disputa política y simbólica. Sortu ha colocado carteles pro-ETA allí, la simple especulación sobre estos gestos evidencia la tensión constante entre memoria y reivindicación política. El problema no es hipotético: es la normalización de un relato que cuestiona la condena ética de ETA y pone en entredicho la coherencia moral de quienes gobiernan con el apoyo de sus herederos políticos.
España necesita memoria, justicia y claridad ética. No puede permitirse que la historia se manipule ni que se minimice el dolor de las víctimas. Sortu y su entorno representan un legado ligado a la violencia y a la exaltación de quienes atentaron contra la sociedad. El Gobierno de Sánchez, al sostener acuerdos con EH Bildu, corre el riesgo de legitimar indirectamente ese legado, erosionando la confianza en la política y en la memoria democrática.
La polémica del Valle de Cuelgamuros es solo un reflejo de un debate más amplio: cómo España enfrenta su pasado, cómo protege a sus víctimas y cómo asegura que la política no se convierta en una herramienta de relativización de la violencia terrorista. En este escenario, la claridad moral no es opcional; es una exigencia de justicia histórica y democrática.
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